No sé si en el fondo las dos historias tienen algo en común, pero no puedo resistirme a comparar lo ocurrido en la procesión de la Soledad de Mieres, en 1913, con el asalto a la capilla del campus de la Universidad Complutense de Madrid, en 2011, ya que con un siglo de diferencia entre los dos sucesos nos encontramos con la eterna cuestión del enfrentamiento entre creyentes y no creyentes que tantas penas ha traído a este país y que ahora me cuesta explicar en el aula porque afortunadamente a la mayor parte de mis alumnos ya les importa un pito.

Una de las protagonistas del episodio madrileño fue una concejala, que ha sido absuelta recientemente del delito de ofensa a los sentimientos religiosos. La edil, llevada por el ardor de su protesta, se exhibió en sujetador dentro del recinto donde se celebra el culto católico. También en 1913 fue juzgado por el mismo motivo y posteriormente absuelto Manuel Llaneza, entonces concejal mierense, aunque en la acusación no consta que se hubiese mostrado en calzoncillos en ningún momento.

Ahora voy a contarles lo que ocurrió aquel 21 de marzo de 1913, un Viernes Santo, que era entonces el día grande de la semana de Pasión. En Mieres, la tradición mandaba que se celebrasen dos procesiones: por la tarde la imagen de la Virgen de la Soledad acompañaba al paso de Jesús yacente dentro de una urna de bronce y cristal en el Santo Entierro, y de noche, tras el sermón que se decía en la iglesia románica de San Juan, la Virgen volvía a ser llevada en solitario hasta la capilla del Carmen, en la Villa.

Todo empezó por la tarde. La procesión del Entierro ya regresaba después de haber recorrido pacíficamente las calles de esta villa entre hachones de cera y faroles, presidida por los estandartes parroquiales y los curas del concejo que portaban ellos mismos las cruces penitenciales. Cuando estaba a punto de finalizar y faltaban unos metros para alcanzar el templo parroquial, los fieles vieron con indignación cómo un grupo de una veintena de trabajadores estaba a lo suyo en otra calle lateral, e incluso uno de ellos liaba tranquilamente un pitillo, según algunos, o leía un periódico, según otros.

Actualmente, esto no llamaría la atención de nadie, pero a principios del siglo XX la división por la cuestión clerical era tremenda. Tanto que, como saben, acabó derivando en un baño de sangre y muchos españoles murieron en un caso por el hecho de llevar sotana o ayudar a llevarla y en otro por no ir a misa o decir que la religión les importaba un rábano.

Por ello, haciendo caso a las quejas de los devotos y amparado en las leyes de la monarquía, un representante de la autoridad se fue hacia el descreído, le quitó la gorra que se había dejado puesta al paso de las cruces y tras propinarle unos mamporros delante de sus compañeros le condujo ipso facto al gabinete de corrección municipal.

Pocos minutos más tarde, una comisión de obreros visitó en su despacho al alcalde en funciones, para solicitar la libertad del detenido, exponiéndole la arbitrariedad de que había sido objeto porque en ningún momento se había buscado la provocación ni el insulto a la Iglesia. El regidor los recibió atentamente y todos se fueron complacidos por la promesa de que no tardaría en hacerse justicia y el muchacho saldría en libertad. Pero a las ocho de la noche continuaba encerrado mientras la segunda procesión estaba preparada para salir y se hizo inevitable la protesta.

La prensa expuso poéticamente que en aquellos momentos "dudas y temores invadían las almas; la zozobra más que el misticismo religioso se había apoderado de los espíritus como adivinando la proximidad de la tormenta".

Lo cierto fue que cuando los católicos se pusieron en marcha advirtieron que en dirección contraria se aproximaba un grupo de obreros con intenciones desconocidas y cuando todavía estaban a cierta distancia, unos silbidos rompieron el silencio de la piadosa comitiva. Los nervios estaban a flor de piel y los vecinos esperaban acontecimientos apretujándose en los balcones de las casas. Entonces desde uno de ellos cayó casualmente un cajón sembrando el pánico entre los asistentes a la procesión, que huyeron a la carrera en todas direcciones dando gritos de terror.

Tras unos minutos de desconcierto, tuvo que intervenir la Guardia Civil protegiendo a los más valientes, que reorganizaron la comitiva a toda prisa y lograron llegar hasta la capilla entre más silbidos, carreras y gritos que se cerraron con la detención de tres obreros acusados de participar en los alborotos.

Al día siguiente, el Juzgado citó también al secretario del Sindicato Minero, Manuel Llaneza, quien después de prestar declaración fue conducido junto a los otros detenidos hasta la cárcel de Pola de Lena, amarrados de dos en dos y escoltados por quince guardias civiles, cinco de éstos de caballería.

Está claro que no se midieron las consecuencias de esta acción. Llaneza tenía entonces un enorme prestigio como líder obrero y además aquellos días se estaba celebrando la asamblea general del sindicato en la que él jugaba un papel fundamental. Cuando se conoció su detención, los delegados reunidos en sesión secreta, tomaron el acuerdo de enviar una comisión acompañada por Manuel Vigil para visitar al Gobernador Civil y al presidente de la Audiencia, y telegrafiaron al Presidente del Gobierno y a Pablo Iglesias exponiéndoles lo sucedido y reclamando la libertad de los arrestados.

Seis días más tarde, fueron puestos en libertad a las doce de la mañana los acusados que aún estaban en la prevención: Manuel Llaneza, Alfredo Campomanes, Ramón Rodríguez y otro joven llamado Arturo N. después de haber pagado una fianza de seis mil pesetas. El dinero lo había prestado el abogado José Buylla, quien además se encargaba de llevar el caso.

Este letrado ovetense, catedrático de prestigio y republicano confeso, había logrado revocar el auto de procesamiento y prisión dictado en virtud de un artículo del Código penal, pero era consciente de que los pleitos con la Iglesia nunca eran fáciles.

No se equivocó, porque cuando habían pasado unos meses llegó una consecuencia inesperada. Desde el diario "El Carbayón", que representaba a los sectores más conservadores de la región, no había cesado una campaña para que no se olvidasen los hechos de Mieres y se dictase una sentencia ejemplar basándose en la Constitución alfonsina.

La carta magna, vigente desde 1876, disponía en su artículo 11 que "La religión, católica, apostólica y romana es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán sin embargo otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la Religión del Estado".

Aplicando esta norma, el 6 de octubre el juzgado de Instrucción de Pola de Lena dictó un auto suspendiendo a Llaneza en su cargo de concejal del Ayuntamiento de Mieres "por estar envuelto en un proceso que se le sigue como interruptor del Culto católico". Aunque solo fue -como ahora dicen los políticos pedantes- un brindis al sol, ya que el fundador del SOMA gozaba de inmunidad con respecto algunas cuestiones y a pesar de que el caso se elevó al Gobierno Civil para hacer efectiva la suspensión, no se pudo resolver nada en concreto.

El seguimiento de este caso sirve para mostrarnos la profunda división de la sociedad asturiana a través del enfrentamiento entre los dos diarios regionales. El Carbayón, cuya ideología ya hemos señalado, defendía constantemente desde sus páginas los privilegios legales del catolicismo y reclamaba el cumplimiento de las leyes; mientras tanto su opositor El Noroeste, preferido por los lectores de la izquierda, mantenía que en el fondo de la cuestión estaba el interés de las filas clericales por comprometer al líder sindical, hasta el punto de que -comentaban con ironía- incluso quedarían satisfechos con su fusilamiento. En uno de sus comentarios se había escrito que no solamente los obreros, sino todos aquellos que no padecían de "carroña levítica", reprobaban las detenciones y en otra columna recomendaba "tila, algo de bromuro y mucho reposo".

La historia nos dice que este consejo no se escuchó; al contrario, dos décadas más tarde el olor de la pólvora vino a mezclarse con el del incienso y las dos Españas acabaron estrellándose en la Guerra Civil.