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Crónicas Desde La Infiesta

Gonzalo y el búho real

Un naturalista nacido entre 17 hermanos y que hace una labor callada, como silenciosa es la gran ave rapaz nocturna

Gonzalo y el búho real

El personaje. Gonzalo Rubio nace el 11 de Febrero de 1972 en el seno de una familia de diecisiete hermanos, un padre al que respetaban y querían, aunque murió pronto, y una viuda y esforzada madre que hubo de sacar adelante, con gran sacrificio, tan prolífica estirpe. Él fue el único de los hermanos que prometía en los estudios y tras cinco años de conservatorio, su orfandad y responsabilidad para con la casa le obligó a dejar su formación y a multiemplearse en tareas que aportaran algún ingreso para seguir manteniendo la unión de la familia.

Su historia. Ya desde bien pequeño soñaba despierto o dormía soñando con el deseo de convertirse en un defensor de la Tierra. Un gran héroe capaz de solucionar todos los problemas que la fauna y flora le requerían. Entonces, como diría nuestra querida Ana Paz, ya tenía montado el zoo en casa. A su habitación llegaban todos los animales accidentados o desvalidos. A tal punto destacaba en su afición, que con Don Albino, su profesor de Naturales, repartía inclinación y docencia, para, con el resto de los alumnos, sobre todo en las excursiones al campo, verdaderas oportunidades para colmarse de experiencias con el medio.

A los dieciocho años conoce a Ruth, el amor de su vida y con la que comparte el otro gran amor, la pasión por el universo vivo. Y entre afecto y pasión, concibieron a Daniel y Esther. Reforzados por esa unión, deciden iniciar su sueño: Vivir para ayudar al mundo natural.

Anecdotario. Desde niño soñaba con animales. Sus fantasías oníricas, siempre representaban una historia en la que él, como protagonista, después de mil peripecias, lograba rescatar algún animal en peligro. Igual liberaba un águila enredada por las garras en un ovillo de hilos enmarañado, como arrancaba de las profundas y tenebrosas aguas de un lago a algún indefenso pajarillo que irremisiblemente, de no ser por él, hubiera perecido ahogado.

Recuerda como subrepticiamente hurtaba los mágicos prismáticos del padre, al que sucedería en genes pasionales. Y después devolvía igualmente a escondidas, para que nunca lo supiera y así poder seguir usando siempre, tan prodigioso artilugio. Capaz de la proeza de traer delante de sus narices a cualquier lejano y esquivo ser vivo.

También nos relata, que ataviado cual explorador anglosajón e instruido con la sabiduría de cien enciclopedias naturales, se adentraba en lo más profundo y recóndito del bosque, en lo más intrincado de la flora ribereña o en lo más inaccesible del roquedo montaraz. Y allí ansioso, ilusionado y respaldado de tanto pertrecho, llevaba a cabo mil y una investigaciones relativas a cada una de las especies que en esos biotopos habitaban.

El cuento. El hijo le preguntaba al padre: ¿Cuán culpable soy de aplastar a millones de seres microscópicos vivos que pueblan y yacen bajo mis pies? ¿Soy responsable de tantos crímenes inconscientes? ¿O solo lo soy de los que deliberadamente, presiono y retuerzo con mis botas, para asegurarme de que quedan bien muertos? ¿Iré al infierno por estas fechorías? ¿O solo por las que cometa contra los hombres? ¿Existe un cielo y un infierno diferentes para unos u otros delitos? ¿Dios tiene previsto la diferenciación de tales maldades?

El padre responde: Muy buenas preguntas, aunque en la interrogación ya están las respuestas. Dios dispuso 10 leyes fundamentales, los diez mandamientos. El hombre ha legislado sobre millones de preceptos y normas. Encima interpretables por otros tantos millones de leguleyos.

Regular, juzgar y llevar a buen efecto todo este maremágnum es cosa imposible. Puesto que el resultado de multiplicar millón por millón da infinito. Por tanto, solo es admisible una ley verdadera. Cada uno de nosotros sabemos de antemano la licitud de la acción que vamos a acometer. Todos llevamos en nuestro interior algo, un mecanismo, a veces llamado conciencia, que aun sin haber estudiado derecho, nos dice clara, notoria y palmariamente la diferencia entre el bien y el mal.

Algún día, mi querido hijo, en el futuro, el hombre llegara a la conclusión de que solo necesita una sola, única y autentica ley. La que dentro de nosotros nos revela la diferencia de lo que está bien y lo que está mal. Esa ley está impresa en lo más profundo de nuestro ser. Está inscrita en nuestra genética, en nuestro acido desoxirribonucleico desde lo más lejano de nuestros tiempos, cuando aún no éramos más que un virus o una bacteria, más aun hoy día que hemos evolucionado a lo más alto que llego ningún ser vivo, en esta u otra galaxia.

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