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De Lo Nuestro | Historias Heterodoxas

La tragedia de la casa de la veleta

La entrada de dos hombres en una vivienda familiar en 1940 acabó con dos muertos y dos heridos, un crimen sobre el que se echó tierra

La tragedia de la casa de la veleta

La Braña l´Oro es uno de los parajes más hermosos de Mieres, alto y solitario; el lugar ideal para seguir manteniendo la forma de vida tradicional cuando la industrialización y las minas empezaron a cambiar la fisonomía del concejo. Allí residía en las primeras décadas del siglo XX la familia formada por Laureano Fernández y Elvira Álvarez gracias a lo que obtenían de trabajar la tierra y criar los animales que les daban casi todo lo necesario para mantenerse sin tener que bajar a diario hasta las tiendas de la villa.

Además Elvira completaba la economía de la casa remendando las ropas de los vecinos con una de aquellas máquinas pesadas y difíciles de transportar, que ella misma llevaba hasta las aldeas próximas. Una existencia tranquila que les había permitido superar los malos tiempos de la guerra y llegar a las puertas de la vejez con cinco hijos; hasta que el 16 de febrero de 1940 lo peor de la maldad humana llegó a visitar su casa llenándola de muerte y sufrimiento.

Por aquel entonces, la segunda de las hijas, Leontina, ya estaba emancipada y vivía en Trapa, en el concejo de Langreo. Los demás aún estaban juntos, incluyendo a Sagrario, la mayor, que ya rondaba los 25 años y llevaba casada cuatro meses, y junto a ella también su marido se había establecido en la vivienda familiar.

Cuando ocurrieron los hechos que hoy les voy a contar había nevado, anochecía y Sagrario esperaba como siempre a que Arsenio, su marido, volviese del trabajo desde La Nueva, en Ciaño. Una distancia considerable que él solía recorrer con sus madreñas de clavos, por lo que casi siempre llegaba cuando había oscurecido.

Con ella estaba su hermana Amor, de 17 años; mientras que los padres y los dos hermanos más pequeños, Florentina y José, ya se habían retirado a las habitaciones del piso alto siguiendo la costumbre de aquellos años en los que la falta de luz marcaba el final de la jornada cuando la televisión o los entretenimientos modernos aún no habían irrumpido en los hogares.

Para ayudar a pasar el tiempo, las jóvenes comentaban sus cosas mientras atizaban el fuego del llar donde estaba preparada la cena, sin ganas de cumplir con la última obligación del día que exigía salir al frío para ir a catar su vaca. Pero la necesidad mandaba y por fin las dos hermanas se decidieron aprovechando un momento en el que la nieve había dejado de caer.

Llegaron hasta la cuadra ayudándose por la luz del candil que portaba Amor y también por el extraño reflejo de la luna sobre el manto blanco que lo cubría todo, lo que las permitió ver algo extraño extendido sobre la huerta. Podía ser ropa o unas mantas; tal vez las habían dejado allí los fugaos que resistían en los montes de la zona a pesar de que ya se había firmado la paz; también podían ser de quienes los perseguían: guardias, soldados, moros o brigadas de falangistas.

En cualquier caso, lo mejor era no interesarse por el asunto ya que en aquella soledad todas las precauciones eran pocas, de modo que decidieron comprobarlo al día siguiente. Así que en cuanto llenaron su lechera, las dos hermanas volvieron al calor del hogar.

Al cabo de un rato, alguien picó a la puerta. Sagrario miró al reloj que colgaba de la pared y no le pareció extraño, ya que aquella era la hora en la que Arsenio solía volver de su faena. Seguro que era él, así que quitó el cerrojo sin dudarlo, desconociendo que había franqueado el paso a la muerte.

Al otro lado dos hombres se identificaron como guardias civiles, aunque no llevaban uniforme y tanto por sus ropas como por su aspecto más parecían moros que españoles; luego cruzaron el umbral, pusieron a secar sus capotes cerca del fuego y pidieron un vaso de leche. Después los acontecimientos se sucedieron vertiginosamente.

Es posible que quisieran propasarse con las muchachas de palabra o de obra y fuesen las voces de rechazo las que despertaron a Laureano y Elvira, pero el caso es que los dos bajaron rápidamente desde su cuarto y en unos minutos corrió la sangre inocente.

De la manera más cobarde, con la seguridad de que nadie podía responderles de la misma forma, los dos visitantes golpearon y dispararon sus armas, convencidos de que podían hacerlo porque la impunidad les amparaba. Cuando se fueron, Elvira Álvarez estaba muerta con su cabeza destrozada por un balazo; Laureano agonizaba en el suelo con el vientre perforado por otro disparo; Amor yacía conmocionada y sin sentido por un culatazo que la hizo perder audición de por vida y Sagrario sangraba abundantemente por una herida de bala en su brazo.

Una matanza de la que pudieron escapar los hermanos más pequeños gracias a que el terror no les dejo moverse y las dos bestias no se percataron de su presencia. También se salvó Arsenio, quien escuchó los tiros cuando estaba a punto de entrar en la casa y al ir desarmado decidió esconderse tras un matorral. Luego, al percatarse de lo ocurrido descalzó sus madreñas y corrió para pedir socorro hundiendo sus zapatillas en la nieve hasta Estayes, la aldea más próxima.

Laureano Fernández acabó muriendo a las pocas horas, mientras Sagrario y Amor fueron llevadas hasta el Sanatorio Blanco, de Oviedo. El entierro se celebró al día siguiente y los dos ataúdes fueron acompañados por los vecinos, desconcertados por los hechos sin que todavía se supiese quienes habían cometido aquellos crímenes. Los testigos cuentan que entre los asistentes estaban los asesinos: dos moros que en voz alta lanzaron acusaciones contra "los rojos" hasta que fueron acallados por Arsenio.

En los meses que siguieron se multiplicaron los falsos rumores por las cuencas mineras. Se dijo que antes de los crímenes se habían consumado las violaciones de las dos chicas, también que los autores habían sido dos guardias civiles. Ninguna de las dos cosas es cierta. Cuando salieron del hospital, las heridas fueron llevadas a declarar hasta el cuartel de Santullano y dieron su versión, pero nunca hubo una investigación seria ni la policía se personó en el lugar de los hechos para buscar pruebas.

El pasado 14 de abril subí con Berto Barredo hasta el pueblo de La Casería, cercano a La Braña l'Oro, y allí me presentó a un matrimonio amigo; ella es Asunción García, hija de Sagrario Fernández, y nos contó amablemente todo lo que sabía sobre esta triste historia aportando un detalle fundamental. En la casa de su abuelo Laureano se había colocado una veleta, que seguramente fue el motivo de la matanza, ya que alguien pudo comentar que a veces no señalaba correctamente la dirección del viento y se colocaba según un código de avisos para los fugaos.

A Asunción no le consta que fuese así, pero hilando cabos, conocemos que en la posguerra se organizó la llamada Columna de Operaciones de Asturias dedicada a combatir a la guerrilla que seguía luchando contra el franquismo. Su mando correspondía al general Martín Alonso, auxiliado por un Cuartel General y estaba integrada por cinco agrupaciones.

En Mieres se concentraba la 5.ª Agrupación integrada por los Tabores de Regulares de Larache n.º 2, Tetuán n.º 5 y Melilla n.º 6, formados en su mayoría por marroquíes repartidos por varios campamentos bajo la responsabilidad del teniente coronel Emilio Torrente.

El resto es fácil de imaginar. Seguramente al oír la historia de la veleta se ordenó a un par de hombres vigilar la casa, estos vieron salir a las chicas y decidieron seguirlas sin pensar en la reacción familiar.

Si consideramos el hecho de que las dos heridas fuesen enviadas hasta Oviedo en vez de ser tratadas en Mieres o Langreo y la rapidez con se produjo el sepelio, deducimos que las autoridades estaban interesadas en echar tierra sobre el asunto. Además también resulta extraño que el interrogatorio de las supervivientes no se hiciese en Mieres sino en Santullano, donde los Regulares tuvieron uno de sus emplazamientos más importantes, lo que demuestra que los mandos sospecharon desde un principio de sus hombres.

El hecho de que las dos mujeres conservasen la vida y la posibilidad de que Arsenio, el marido de Sagrario, hubiese podido reconocer a los criminales también frustró el intento de culpar de estos hechos a los guerrilleros del monte, pero en aquellos años de miedo era imposible pedir justicia y al parecer nadie pagó por estos asesinatos. Ahora, lo menos que podemos hacer es recordar a aquellas víctimas de la barbarie.

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