Hace mucho tiempo le pregunté a un párroco de La Rebollada sobre la procedencia de la imagen de San Nicolás que guarda la vieja iglesia de la localidad. Me comentó con tristeza que se había comprado con la intención de colocarla en el interior de la explotación minera que se había bautizado así, pero a los trabajadores no les gustó la idea y, para evitar alguna escena desagradable, se determinó que el santo encontrase su acomodo definitivo en este templo con raíces románicas.

Nicolasa es entonces un pozo laico al que la mayoría sigue llamando por su nombre de mujer y es también un emblema de las tragedias que han rodeado al carbón, con aquella explosión que causó 14 muertos en 1995 coronando un largo rosario de accidentes fatales que la precedieron y tampoco cesaron en aquel momento.

Pero sobre todo, cuando la jaula haga aquí su último viaje, va a cerrarse un escenario fundamental para las luchas obreras del siglo XX, donde se gestaron cientos de huelgas, especialmente la de 1962, y en tiempos más cercanos se vivieron incidentes con tanta repercusión como los que siguieron al 9 de octubre de 1980, cuando cuatro ingenieros fueron retenidos por Manuel Méndez Carnero, Javier Carnicero y Pablo Ramírez, tres sindicalistas de CC OO y militantes del Movimiento Comunista de Asturias, grupo decisivo para entender los años de la transición en la Cuenca del Caudal.

Hoy voy a contarles otra protesta, menos conocida, pero que muchos todavía recuerdan porque es relativamente reciente: el encierro, en febrero, de 2000 de siete mineros que tomaron la decisión al margen de los sindicatos, cuando se vivía un momento especialmente delicado para asegurar el futuro del sector.

Sus protagonistas fueron Avelino González; Rubén Álvarez Sebastián; Alberto Catrofes Pereira; Héctor Iglesias Iglesias; Andrés López Valdés; Rafael Castañón Prieto y Julio Rodríguez Baquero; y voy a basar mi resumen en los datos que este último ha escrito lejos de Asturias con el título "El encierro que yo viví", formando parte de "Mallorca. Luz de Mina", una colección de relatos y estudios sobre esa isla en la que ahora reside.

De paso, quiero recordar especialmente a otro de aquellos siete compañeros: Falo Castañón, que en la década de los 80 nos acompañó tantas veces a su hermano Miguel Ángel y a mí -siempre con una sonrisa- localizando castros por nuestras montañas, cuando el monte aún era monte y teníamos que recurrir a su fuerza y su habilidad para ayudarnos a abrir caminos y delimitar fosos y espacios.

Y ahora vamos a los hechos: todo partió de un problema surgido en una capa de carbón especialmente difícil: la 8ª Oeste, explotada entre las plantas 7ª y 8ª y a una distancia del embarque de tres kilómetros y medio, que se hacían interminables por los charcos de barro que llenaban el camino. Se trataba de una capa vertical, con una potencia media de 1.90 metros y hastiales irregulares, cuyo mantenimiento requería emplear mucho tiempo gratuito en una tarea sujeta a un convenio de destajos.

Por ello se había pedido inútilmente a la empresa un equipo de "tira" que ayudase a cumplir la producción establecida de 35 a 40 vagones de carbón por picador y tajo, puestos sobre rail diariamente; pero en aquel momento a la dirección no le interesaba sentarse a negociar esa demanda porque la situación ayudaba a justificar las perdidas y el incumplimiento de la producción que se venía registrando en el pozo.

Los sindicatos también habían hecho oídos sordos, de modo que para romper el bucle de una vez, los afectados celebraron una asamblea clandestina el viernes día 4 de febrero de 2000, en la galería de 7ª planta, cerca del taller de aquella capa. Allí, después de cortar el paso de trenes para evitar visitas no deseadas, 23 hombres, entre picadores y ayudantes mineros discutieron varias propuestas y acabaron votando por unanimidad un encierro indefinido que debían iniciar el día 7, serían seis de los allí reunidos, a los que se sumó después Avelino González, secretario general de CC OO del pozo y miembro de una de las dos corrientes críticas que albergaba en aquel momento el sindicato: la izquierda sindical.

En la jornada prevista, después de fichar y recoger las lámparas, los siete se encaminaron hacia el embarque dispuestos a iniciar su acción, mezclados con los demás compañeros de relevo, pero el grosor de los macutos, con ropas para combatir el frío y la humedad, algún bocadillo de más, abundante agua potable y analgésicos alarmó a uno de los capataces que se dio cuenta de lo que iba a ocurrir y rápidamente telefoneó a los mandos superiores para que se paralizase la jaula.

Fue inútil, porque ya nada podía detener su determinación, así que, actuando deprisa, todos se dirigieron hacia un antiguo pozo auxiliar, por donde se bajaban las rocas estériles para el relleno de los talleres de arranque de la explotación y se jugaron la vida descendiendo por su cuenta hasta la 5ª planta, a 430 metros de profundidad.

Cumplieron su objetivo, pero mojados hasta el tuétano; de modo que, tras bloquear la jaula, la primera operación fue quitar el barro de la ropa raspándolo con cortezas de la madera e intentar secarla después con el aire de una turbina de ventilación. Luego decidieron dosificar las baterías de las lámparas y buscar un lugar apartado de las frías corrientes de aire del embarque.

Se adentraron otros 300 metros para construir una pequeña choza con piezas de madera desechada y cartones de cajas de dinamita, un rollo de alambre y trozos de tela metálica. Una pequeña instalación que se iría completando con una gran mesa con dos bancos corridos y un pequeño lavadero de troncos para la higiene personal, destinando la cuneta de una galería muerta, por donde el agua corría abundantemente para hacer allí las necesidades.

En las jornadas que siguieron, lo peor fue el frío y la humedad, que pronto derivaron en afonías, tos persistente y problemas de piel como hongos, pequeñas grietas en los pliegues de los dedos, picores o edemas. También las ganas de fumar de algunos, que combatieron su hábito masticando pequeños trozos de madera. Mientras que el aburrimiento se disimuló improvisando una especie de juego "de la rana" con restos de tuberías viejas y una pequeña bolera con piezas fabricadas artesanalmente. Julio Baquero también cita en su narración un remedio original para combatir la depresión y ayudar a pasar los momentos bajos. Se lo transcribo tal cual:

"En un momento de la tensión emocional, Avelino sacó su pañuelo del bolsillo y fue a colgarlo en un cuadro de la galería a la altura de sus ojos, luego volviéndose hacia nosotros nos dijo: "cuando los ánimos de alguno de nosotros desfallezcan, cuando la ansiedad de la situación, la mala hora o las ganas de fumar de alguno nos desanime, nos enfade o nos coma la moral, iremos hasta ese pañuelo, y será ante el pañuelo donde nos preguntaremos por qué estamos aquí abajo. Fortaleceremos ante él nuestra memoria recordando los casi cuatro meses de conflicto, de la difícil situación en el trabajo y la impotencia que sentiremos si salimos con las manos vacías; porque llegados hasta aquí ya no hay retorno".

Según Baquero, la cosa funcionó y las visitas al pañuelo se sucedieron con bastante frecuencia en un principio para espaciarse después.

Mientras duró el encierro, se permitió bajar a visitas con diferentes intereses: personal sanitario, compañeros que acercaron mantas, ropa seca y hasta una sopa caliente, que resultó el mejor manjar, y representantes sindicales, que fueron variando su posición inicial de rechazo total para convertirse en mediadores con la empresa.

Por fin, cuando se supo que se podía cerrar un acuerdo a cambio de la salida, se decidió poner fin a la acción y después de dedicar el domingo 13 a la limpieza general del campamento improvisado, el lunes los siete hombres -ya más amigos que compañeros de trabajo- salieron a la superficie para encontrase con los aplausos y los abrazos de los suyos.

Dos días más tarde volvieron al trabajo y el mismo jueves los sindicatos se reunieron con la empresa para iniciar una negociación que se cerró rebajando las toneladas de carbón por jornada y picador, y aumentando el número de ayudantes mineros para reducir el tiempo de "tira".

A pesar de que otros compañeros criticaron el encierro porque se habían visto obligados perder los jornales de una semana, aquella fue una victoria para la dignidad de todos, aunque nadie se acordó de guardar el pañuelo, que ahora debería figurar en el museo de la minería.