Olviden la sotana. Alberto Torga era un chaval de poco más de veinte años cuando llegó a la localidad allerana de Boo. Nunca había estado tan lejos de su Nava natal, pero pronto entendió que no estaba solo. En ese pueblo había cientos de chavales de su edad y nada le separaba de aquellos "guajes", si acaso el negro que ellos lucían debajo de los ojos cuando salían del tajo. En unos días decidió que esos vecinos eran, sin ninguna duda, "su gente". Así que ese cura de nombre Alberto Torga se convirtió, casi sin querer, en un enlace sindical. Fue el encargado de avisar a los mineros del concejo de que la "huelgona" estaba en marcha, el que llamó a todos para que se unieran a los paros. Lo hizo en el sermón de la misa de Ramos de 1962: "Por nuestros hermanos los mineros de Mieres y Turón, que están en huelga ya, para que se reconozcan sus derechos y se respete su dignidad de personas humanas y de hijos de Dios". Fue el cura que entibó la huelga del 62.

Memoria intacta, ojos vivos y movimientos ágiles. Cuando Alberto Torga camina por el Campo de la Iglesia de Boo, parece que el tiempo no ha pasado. "Llegué aquí en marzo de 1961", explica, señalando el templo de San Juan Bautista. Aún recuerda la soledad de la casa rectoral aquella tarde de marzo, y que llovía como si nunca fuera a parar. Estaba colocando sus cosas, preparando los primeros oficios, cuando unos chavales llamaron a la puerta.

-¿Usted es el cura nuevo, don Alberto?

-Yo soy.

-Es de Nava, nos dijeron, y seguro que le gusta la sidra. Vamos a tomar una botella a Casa Terrona.

"Vi el cielo abierto", recuerda. Aquellos chavales trabajaban en la mina. Igual que todos los vecinos que conoció esa tarde de marzo: "En Boo todos eran mineros, menos yo, unas dominicas que ponían escuela, dos practicantes (enfermeros) y los de los comercios y los bares". Aquel día volvió a casa tarde, "sin sed" de sidra y con la parroquia casi en el bolsillo. "Yo no sabía nada de los mineros hasta que llegué aquí, pero decidí entregarme. Porque cuando la gente me quiere a mí, yo quiero a la gente".

La familia era grande y cada muerte le dolía. Ocurrió unas semanas antes de la "huelgona". Don Alberto no lo recuerda en su charla con LA NUEVA ESPAÑA, pero los vecinos de Boo lo guardan en la memoria. Era el entierro de un minero que había estado sepultado durante días en el pozo, víctima de la falta de seguridad. El silencio abarrotaba el cementerio y Alberto Torga se dirigió a las caras sombrías que veían la tierra tapar el ataúd: "Esto no lo podéis consentir". "¿Y quién da la cara, señor cura?", preguntó un minero entre la multitud. "Vosotros, todos a la vez. Vosotros tenéis que dar la cara".

El domingo antes de Ramos, Alberto Torga ofició la misa en Urbiés (Turón, Mieres). Un grupo de mineros acudieron a un encuentro programado con el párroco de la localidad y con Torga. "Eran dirigentes de la huelga, nos dijeron que tenían un problema para seguir adelante con los paros", explica el sacerdote. Los mineros del valle del Nalón no querían unirse a la huelga si los de Aller seguían trabajando. En Mieres, los paros habían empezado una semana antes, pero no sabían cómo avisar a los alleranos: "La prensa estaba callada, incluso radio Pirenaica, y los dirigentes de la huelga eran detenidos por agitadores si los cogían en Moreda", aclara.

El domingo de Ramos dio su sermón. Un sermón que hizo historia. El Jueves Santo, el paro en los pozos alleranos era total. Lo peor para los mineros estaba por llegar: "Vivían al día, les pagaban muy poco, y las familias con niños empezaron a pasar estrecheces". Los economatos cerraron la venta a los huelguistas, la situación era insostenible. Alberto Torga volvió a usar el sermón para idear un plan: "Pedí que todos dieran lo que pudieran, porque se iban a establecer unos comedores". Pidió ayuda a un amigo que conservaba de su paso por Somió, a Víctor Manuel Felgueroso. Le envió un giro de 10.000 pesetas, que sirvieron para dar de comer durante cuarenta y un días a sesenta y cinco niños: "Terminamos la huelga con superávit en la parroquia", comenta orgulloso.

Un orgullo minero que hizo suyo. Como cuando salió en procesión y fue amonestado por terminar en la recreación de una bocamina y dos "guajes" vestidos de mineros. "Lo tomaron por una protesta, pero en realidad sólo quería reivindicar la tradición del pueblo", afirma ahora. En los sermones, incluía declaraciones reivindicativas de la Juventud Obrera Cristiana y la Hermandad Obrera Católica. Las hacía pasar por la hoja del Obispo don Segundo. La fama de aquel cura "agitador" se extendió por la región. Los jóvenes le avisaban cuando había "forasteros" en la misa, para que rebajara sus reivindicaciones. En el bar, si entraban desconocidos, tenían un código para dejar el tema de la huelga: "¿Cómo quedó el Madrid?", preguntaban los que estaban cerca de la puerta.

La "huelgona" pasó, pero don Alberto no pudo quedarse en Boo. Le llamaron del Arzobispado y le dieron otro destino: "A labradores", al occidente de Asturias. Bien lejos de la mina. En su corazón llevó siempre el tajo, como confesó hace unos días en Boo. Fue el encargado de leer el pregón de la fiesta de San Juan. El encuentro le emocionó tanto como aquella fiesta de despedida que le organizaron los vecinos, el 2 de septiembre de 1962. Fue después de su último oficio en la localidad. Aquellos mineros, él aún no sabe cómo, reunieron el dinero para regalarle una Lambretta. "Bien poco es para todo lo que se merece", recuerda emocionado que le dijo un chaval. El mismo minero que le había invitado a la primera botella de sidra en Casa Terrona.