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De Lo Nuestro | Historias Heterodoxas

¿En qué piensan los verdugos?

El repaso de algunos de los ajusticiamientos que han tenido lugar en la región y las historias de los hombres encargados de cumplir la sentencia

¿En qué piensan los verdugos?

Las informaciones que se cuelgan en Internet suelen ir copiándose de una página a otra sin que pueda comprobarse su exactitud, por lo que es común que los errores también se repitan e incluso acaben sustituyendo a las verdades. Lo sé por experiencia, porque a veces, sin tiempo para contrastar dato por dato, yo he colado en estas historias semanales algún gazapo extraído de fuentes, que venían avaladas por las instituciones más respetables. Ahora acabo de leer que el último garrote vil que se aplicó en Asturias sirvió para ajusticiar a Abelardo Carcedo Castaño, en Sama de Langreo. Y no fue así.

Las circunstancias han convertido a este instrumento fatídico en políticamente correcto porque si una Cataluña independiente volviera a restablecer la pena de muerte en un futuro -que ya puestos, todo puede ocurrir- el garrote vil sería una buena seña de identidad porque no es igual el método español que el catalán. Los dos consisten en un collar de hierro que se gira sobre el cuello del reo, pero mientras a la española se mata a la víctima por asfixia, la técnica catalana, por supuesto mucho más refinada, completa esta acción con un punzón de hierro que penetra rompiendo las vértebras cervicales al mismo tiempo que se produce el ahogamiento.

El garrote español fue el que se empleó efectivamente con Abelardo Carcedo -futbolista del Racing de Sama, militante socialista y capitán republicano durante la guerra civil-, el lunes 13 de diciembre de 1937, tras un juicio sumarísimo en el que se le imputaron cerca de mil asesinatos, una cifra que se exageró para justificar un acto que parecía más preparado para aterrorizar a los langreanos, que para hacer justicia.

Cuentan que el macabro artilugio se instaló junto a una farola ubicada en el centro de la plaza del Ayuntamiento, a la que se impidió el acceso de los vecinos, y que la noche antes el reo había consumido cuatro cafés y otras tantas copas de coñac. Abelardo Carcedo murió reafirmando con sus últimas palabras su condición de marxista, pero no fue el último ejecutado de esta forma en Asturias. Desgraciadamente otros le habían precedido y también otros le siguieron en el mismo suplicio hasta completar el número de 20 víctimas entre 1936 y 1952.

Cuando se repasa el fatídico listado de las víctimas de la represión que reposan en la Fosa Común de Oviedo puede verse como a medida que fueron avanzando los años 40 disminuyó el número de cadáveres depositados, y ya en los 50 la tierra solo se abrió para cinco personas: El 11 de diciembre de 1950, Nicanor Fernández Álvarez, de 28 años, minero y natural de Los Quintanales (Llanes) y Luis González Melendi, de 29 años, también minero, y natural de Laviana; el 17 de noviembre de 1951, Joaquín González Muñiz, de 28 años, natural de Pola de Laviana y Manuel Fernández Fernández, de 23, natural de La Mosquitera y también vecino de Ciaño, y por fin el 15 de octubre de 1952 Ramón González González, de 32 años, picador y vecino de Ciaño, cuyo nombre cierra este capítulo de la historia.

Desconozco lo ocurrido con los dos muertos de 1951, pero seguramente también fueron ajusticiados como los otros tres: a garrote vil.

Nicanor Fernández "Canor" y Luis González Melendi "Barranca" eran dos de los últimos comunistas huidos en Asturias, que lograron cruzar la frontera francesa, pero los traicionaron unos gendarmes a los que habían pedido que los llevasen hasta alguna sede de su partido y en vez de hacerlo los entregaron en Irún a la Guardia Civil.

Traídos hasta Llanes fueron torturados y por su confesión se pudo llegar hasta Sindo Iglesias en La Cerezal, quien después de ser masacrado a su vez durante horas delante de su mujer y de sus hijos, entregó un arsenal de 32 escopetas y pistolas que guardaba. También gracias al testimonio de los dos hombres la policía pudo dar en la madrugada del 13 al 14 de agosto de aquel 1950 con el refugio de Adolfo Quintana y Ángel Díaz "El Canario", cuya muerte es uno de los episodios más conocidos de los protagonizados por los fugaos en la Montaña Central.

"Canor" y "Barranca", a los que se les hizo sufrir durante meses recordándoles los efectos de su delación, acabaron siendo ajusticiados a garrote vil en la misma cárcel de Oviedo y su ejecutor se llamaba Florencio Puentes, el verdugo llegado desde Valladolid.

Era un campesino de la provincia de Palencia, que se ganaba la vida de esta forma y al que Juan Cueto Alas describió en su "Guía Secreta de Asturias", allá por 1975, como "moreno, arrugado, feo y pequeño" y padre de ocho o diez hijos. Lo que ayuda a explicar los motivos por los que desempeñaba este oficio siniestro que traía como complemento de la paga el recuerdo del último gesto de los ejecutados y en ocasiones también sus últimas palabras. Un ritual que en el caso de Nicanor Fernández se cerró, cuando "después de mascullar una jaculatoria, miro retadoramente a los ojos del Florencio y le gritó: "¡Acaba de una vez, asesino!".

Juan Cueto basó esta información en los datos de su amigo Daniel Sueiro, quien publicó en 1971 "Los verdugos españoles: historia y actualidad del Garrote vil", un libro imprescindible para los interesados en este lado oscuro de la Historia, por el que muchos investigadores siguen evitando transitar, temiendo que reste seriedad a sus trabajos.

Daniel Sueiro pudo entrevistarse también con el ejecutor de Ramón González y en esta ocasión los detalles que recogió nos amplían algo más sobre la personalidad de aquel verdugo, que seguramente era Antonio López Sierra, el mismo que en 1958 tuvo problemas para acabar con "Jarabo" porque estaba bebido y -cuentan las crónicas- que le costó quince minutos doblegar el cuello del famoso asesino.

Bueno, estas cosas pasan. Sin ir más lejos, también en Asturias, 1777 otro reo llamado Francisco Menéndez salvó su vida cuando iba a ser ahorcado y el verdugo se enredó con la soga quedando colgado por los pies boca abajo, obligando al fraile que acompañaba la ceremonia a cortar la cuerda, con lo que se entendió que la sentencia ya estaba cumplida.

Antonio llegó hasta Oviedo en 1952 con su garrote desmontado, y se alojó en el departamento de solteros y transeúntes de la Guardia Civil, donde tuvo que regatear su paga con el teniente: cinco mil seiscientas pesetas, que finalmente autorizaron sus jefes, cuando podían haber solucionado el tema con un piquete de ocho números, a sesenta céntimos por bala. Pero así es la vida, y él, como Florencio, su predecesor en Asturias, también había tenido una vida durísima. A los 40 años, había sido albañil, soldado nacional, divisionario y estraperlista, sin poder evitar que la miseria se llevase por delante a su familia: de trece hijos, solo le vivían dos.

Y además, el trabajo cada vez escaseaba más. Ramón González iba a ser la muesca número 17 de su garrote, pero las ejecuciones se iban espaciando y encima él, al no ser militar ni tener un solo amigo, tenía que pagarlo todo. Trece pesetas al día por el alojamiento en el departamento del cuartel. Y fueron tres días de espera, porque Oviedo estaba en fiestas, y la única persona que se acercó a hablarle -un policía- lo llevó al fútbol para que viese jugar al equipo azul, aunque el policía pasó gratis al campo mientras Antonio tuvo que abonar su entrada.

Daniel Sueiro se encontró con el verdugo casi veinte años después de que hubiese matado al picador langreano, sin embargo el hombre todavía recordaba con frialdad los detalles de aquel trabajo: "Era por lo militar, terrorismo. Ese sí, era un hombre de edad, ya duro, maqui, de los que estaban en la sierra; tenía atracos y robos y no sé cuantas cosas más. Y estuvo bien, como siempre, esos no dicen nada".

Aunque no crean que Antonio no tenía sentimientos. Él también pasaba miedo algunas veces, ¿veía a quienes había matado? No, ¿se imaginaba un infierno tras esta vida? Tampoco, ¿entonces? Su recuerdo de Asturias era el terrible encuentro con sus montañas: "¿Que si yo estuve en Oviedo? Claro que estuve y fue por ahí por esos años. Estuve allí porque pasé el puerto ese de Pajares, que me dio miedo a mí, ¡Hay treinta y siete túneles!".

Sé que todo esto es horrible, y más cuando tengo que recordar también que las dos últimas ejecuciones -el joven anarquista catalán Salvador Puig Antich y el polaco Heinz Chez- todavía se produjeron en marzo de 1974. Antonio López Sierra volvió a estar bebido cuando le tocó acabar con Salvador y su torpeza también prolongó su agonía. Salvador fue declarado inocente cuando el proceso se revisó en 1979.

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