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De lo nuestro | Historias heterodoxas

El monstruo que nunca miraba de frente

Manuel Bravo Montero, que en 1942 torturó a decenas de personas en Rioseco, llegó a ser expulsado de la Guardia Civil por sus excesos

El monstruo que nunca miraba de frente

Hace ahora ocho décadas, el 21 de abril de 1938, trece inocentes fueron fusilados por falangistas de la Bandera de Lugo ante el paredón del cementerio de Tiraña, en Laviana. Su triste historia y la de quienes les siguieron en el martirio poco después ha sido rescatada por Albino Suárez en dos libros y varios artículos en la añorada revista Alto Nalón. Hoy quiero añadir en esta página unos datos sobre lo que ocurrió tres años más tarde cuando llegó a la zona Manuel Bravo Montero un personaje infame que pudo satisfacer allí sus instintos sádicos con la carta blanca que le otorgaba su jerarquía militar.

Manuel Bravo Montero se confunde a veces con su padre Manuel Bravo Portillo, otro hombre siniestro, que había sido jefe superior de la policía en Barcelona a principios del siglo XX y responsable de la guerra sucia contra el sindicalismo anarquista en unos años en los que la violencia era cotidiana en las calles de la ciudad condal. Él mismo acabó cayendo en uno de aquellos atentados cuando salía de casa de una amante marcando así la actitud sanguinaria de su hijo que justificó muchos de sus actos como una venganza por esta muerte.

Manuel Bravo Montero nació en Madrid el 27 de enero de 1904 y heredó la misma afición por las armas y las mujeres, aunque en su caso con un matiz claramente sádico. En 1920 inició su carrera militar en la Academia de Infantería de Toledo, compartió campamento en Melilla con Francisco Franco y Millán Astray y una herida en combate le afectó un ojo, haciendo que sufriese estrabismo el resto de su vida. Sabemos que más tarde Franco lo llamó como profesor de la Academia Militar de Zaragoza y que en enero de 1932 realizó en Ciudad del Paso (Tenerife) un acto de valor que recogió la prensa nacional, cuando ayudó a enterrar a un muerto por peste mientras los vecinos huyeron atemorizados.

Seguramente fue ese desapego a la vida y su falta de escrúpulos lo que hizo que Franco volviese a acordarse de él para hacerlo venir hasta Asturias en octubre de 1934, donde ya se dio a conocer como el más sanguinario de los torturadores, dejando por detrás a Lisardo Doval y Nilo Tella.

La Guerra Civil lo cogió en el bando equivocado y fue condenado a muerte en Cataluña, pero logró fugarse de su prisión en un monasterio de Girona y se incorporó a las tropas sublevadas dirigiendo desde 1939 en Barcelona el llamado "rondín antimarxista", en el que también se integraron policías y falangistas, con el que pudo dar rienda suelta a sus instintos y se convirtió en un paradigma de la brutalidad, por lo que fue ascendido a capitán y destinado a la 117.ª Comandancia Rural de Asturias.

En octubre de 1941 se instaló en Cangas del Narcea encargado de acabar con la guerrilla que operaba en la zona y allí estuvo hasta que en junio de 1942 llegó a Rioseco, en Sobrescobio, donde tuvo carta blanca para acabar con los fugaos de la Montaña Central, recorriendo los pueblos, multando, deteniendo y torturando a placer a los enlaces de la guerrilla, pero también a muchos otros inocentes que no tenían nada que ver con las acusaciones que se les hicieron.

Según el historiador Ramón García Piñeiro, nada más llegar aplicó la ley de fugas a Alberto Concheso, hermano de uno de los vecinos que luego serían arrojados al pozu Funeres en 1948; después la lista de sus víctimas fue creciendo como el terror que inspiraba su mirada siniestra y desviada.

Manuel Bravo Montero participaba personalmente en los interrogatorios, que se realizaban en muchas ocasiones para forzar la entrega de unas armas que en realidad no existían. Esta fue la acusación que sirvió, según Albino Suárez, para justificar el suplicio de Belarmino Orviz Díaz, quien acabó suicidándose haciendo explotar un cinturón que se colocó después de que lo hubiesen reventado a golpes y castrado con unas tenazas.

Al día siguiente de este hecho dramático, el 12 de septiembre de 1942, la tragedia aumentó cuando su amiga Isabel García Suárez siguió sus pasos arrojándose al paso del tren a la altura de Barredos. La pobre infeliz era hija de uno de los asesinados en Tiraña, tenía 20 años y estudiaba magisterio y antes de matarse había sido violada y sometida en el cuartel de Sobrescobio a unas vejaciones sexuales tan espantosas, que no pueden detallarse en esta página.

Por las manos del infame oficial pasaron también otros como "el ciego del Grandón"; Ceda la de Barredos; María Alonso, quien también murió al caer por la ventana del cuartel instalado en El Condao, seguramente tras tirarse para evitar más torturas; o Adelina Antuña, a la que aplicaron el suplicio conocido como "la aviación", esposándola colgada boca abajo de un palo sujeto al techo para golpearla luego con saña.

Adelina tuvo que soportar también graves quemaduras producidas por sus verdugos que prendieron papeles metidos entre los dedos de sus pies, pero otras mujeres tuvieron aún peor suerte, porque sufrieron el mismo método en sus genitales. En este sentido, el guerrillero asturiano Manuel Alonso González, "Manolín el del Lorío" muchos años después aún guardaba el recuerdo de Bravo Montero "quemando mujeres y destrozándoles los pechos".

El catálogo de horrores empleado por el monstruo en el Alto Nalón incluyó desde palizas brutales hasta los suplicios más refinados producidos con cigarrillos o ahogamientos.

En julio de 1943, dos hombres, Froilán Suárez Castro y Víctor Manuel Gutiérrez Suárez, de 28 años, se atrevieron a declarar ante el juez militar que habían sido torturados y bárbaramente maltratados durante los interrogatorios a los que fueron sometidos por Bravo Montero. El primero detalló como había firmado varias denuncias falsas, para que dejasen de apalearlo cuando seguía colgado del techo, tras haberse desmayado en varias ocasiones y haber sido reanimado cada vez con agua fría.

En este sentido, se ha publicado el testimonio de uno de sus pocos amigos al que confesó cual era su concepto de las mujeres: "se ofrecen, campesinas y juguetonas, coloradas y sanas, podridas y vengativas, una -pobrecilla- se tira al tren por no acudir a mi presencia, otra se corta las venas de la mano en un calabozo para suicidarse, que en su sostén, único sitio vedado al registro, lleva afilado puñal, para utilizar contra ella o contra mí, otra se inocula una grave enfermedad y viene a mí para hacerme partícipe de su mal. Grandes y sublimes mujeres enemigas que se sacrifican por un ideal revolucionario antes de cantar, españolas al fin. Yo no las toco, me volví casto y sigo mi camino, o mi Imperio, con mis cárceles y mi Ley".

En diciembre de 1942 Manuel Bravo Montero salió de Asturias, y tras pasar por Lugo, donde acabó con una partida de cuatro guerrilleros, regresó al servicio de información de la Guardia Civil de Barcelona. Esta parte de su biografía ya nos queda más lejos, pero deben saber que entre otros méritos se le atribuye el haberse infiltrado en la directiva del Barça -siendo socio del Español- para controlar desde allí los movimientos de los nacionalistas, aunque de paso metió su mano en las finanzas del club y también llegó a robar las joyas de la Basílica de la Mercè para venderlas, antes de trabajar como malabarista en un cabaret en Beirut o dedicarse al contrabando de automóviles desde Andorra, entre otras actividades pintorescas.

Lógicamente, con esta vida azarosa, Manuel Bravo Montero además de aparecer en publicaciones de carácter histórico como "Los rojos de la Guardia Civil", de José Luis Cervero; "Los senderos de la libertad", de Eduard Pons, y "Luchadores del ocaso", de nuestro Ramón García Piñeiro, también ha sido recreado al menos en dos novelas: "Amarás a tu prójimo" de Agustín Romero, donde se describe con detalle una de sus torturas, y "La muerte del espía con bragas", de José Fernando Mota y Javier Tébar, en la que se relata cómo fue detenido por haber torturado y asesinado junto a un grupo de falangistas a Joaquín Gastón San Vicente, un triple agente que trabajaba para los ingleses, la Gestapo y la Dirección General de Seguridad española. Por este hecho fue expulsado del cuerpo de la Guardia Civil y cumplió dos años y cuatro meses de cárcel, hasta octubre de 1946.

La muerte vino a buscar a Manuel Bravo Montero en Famagusta, en la isla de Chipre, donde fue envenenado en julio de 1973, probablemente por alguno de sus innumerables enemigos que llevó su venganza hasta las últimas consecuencias. Entre sus pertenencias no se encontró la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar con distintivo blanco, pensionada, que le había concedido Francisco Franco el 7 de enero de 1943 por su brillante actuación en Asturias.

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