josé luIs garcía martín

¿Cuántas vidas caben en una vida? ¿Qué tienen en común la hija de un sastre malagueño que vive su infancia estudiosa en las postrimerías del siglo XIX y la anciana que, casi un siglo después, pasa sus últimos días en un lujoso apartamento neoyorquino, frente a Central Park? Para responder a esa pregunta el periodista Miguel Ángel Villena ha escrito Victoria Kent. Una pasión republicana (Debate), primera biografía de una de las figuras más fascinantes y poco conocidas de la República española.

No elude Villena el aspecto más morboso, para ciertas mentalidades, del personaje: su lesbianismo. Pero su crónica nada tiene de escandalosa, como nada tuvo de escandalosa la vida de esta mujer excepcional. En 1977, cuando por primera vez regresa a España, una periodista del diario «Arriba», Malén Aznárez, la pregunta indiscretamente por su vida privada. Y ella responde con toda la verdad posible: «Yo me he dedicado a mi trabajo y no he tenido relaciones físico-sentimentales. Realmente he vivido con mis compañeros y amigos un sentimiento de hermandad y ayuda, pero me he visto demasiado cogida por mis responsabilidades, demasiado atada para otra cosa. Tampoco he sentido esa necesidad hacia el otro sexo; puede que sea una incapacidad mía, pero no la he sentido».

En 1916 aquella niña feúcha y estudiosa, que ya era maestra, abandona Málaga para irse a seguir sus estudios a Madrid. Fue una decisión insólita, que dice mucho a favor de sus padres. No era frecuente entonces que una mujer abandonara su casa paterna para otra cosa que para casarse o para ir a un convento. Victoria Kent fue a la universidad -solo desde 1910 se permitía asistir a clase a las mujeres- y se alojó en la recién creada Residencia de Señoritas, el equivalente femenino de la Residencia de Estudiantes. Pronto se acostumbraría a ser la primera en todo: en 1924 se doctora en Derecho y pide el ingreso en el Colegio de Abogados de Madrid, siendo la primera mujer española que ejerce la abogacía; en 1930 es la primera mujer que comparece como letrado ante el Supremo, defendiendo a Álvaro de Albornoz; al año siguiente es nombrada directora general de Prisiones, siendo la primera mujer que ocupa un alto cargo en un gobierno...

Para saber la consideración que se tenía a las mujeres en aquel tiempo, nada mejor que una anécdota que cuenta Carmen Baroja, la hermana del novelista, en sus memorias. En 1926, a semejanza de los que existían en otros países, se creó el Lyceum Club Femenino, que pretendía contribuir al desarrollo cultural de la mujer. En su junta directiva, que presidía María de Maeztu, estaban, junto a Victoria Kent, las mujeres más destacadas del momento, como Zenobia Camprubí. Carmen Baroja se ocupaba de la sección de arte y organizaba exposiciones y conferencias. Pero no pudo asistir a ninguna de estas últimas: «Yo tenía la costumbre de dejar a mis conferenciantes sentados en un magnífico sillón que teníamos para el caso, detrás de una mesita con un vaso de agua y hasta alguna flor, y marcharme a casa, pues Rafael, si no estaba para la hora de cenar, que solía ser muy temprano, se ponía hecho una furia». Rafael era su marido, el editor Rafael Caro Raggio. Ese era el respeto que se tenía entonces por las actividades culturales de la mujer: parecían solo el capricho de unas pocas señoras ociosas y ningún marido que se respetara podía permitir que interfirieran en sus obligaciones conyugales.

Victoria Kent, pionera en tantas cosas, no era feminista. Por eso se opuso a la concesión del voto a la mujer en las Cortes republicanas. Quería postergar ese derecho para cuando las mujeres estuvieran preparadas. De algún modo, desde su aristocratismo intelectual, participaba del desprecio masculino hacia sus congéneres. Ella era la excepción, no la regla.

Como directora general de Prisiones, Victoria Kent tuvo algo -mucho- de la ilusionada Natacha que protagoniza la obra de Casona. Todo lo puso patas arriba. Sus primeros decretos permitieron a los reclusos leer la prensa, incrementaron la ración alimenticia, retiraron las cadenas y grilletes que perpetuaban prácticas medievales (con el metal que así se obtuvo quiso que se levantara un monumento a Concepción Arenal). Luego concedió permisos de salida, estudió la posibilidad de permitir que los presos pudieran recibir visitas de mujeres... Aquello ya fue demasiado. Los sectores más conservadores la acusaron de poner a los delincuentes en la calle y de fomentar la prostitución. Una ley para la reforma del funcionariado, no aprobada por el Consejo de Ministros, la llevó a dimitir. El propio Gobierno republicano, con Azaña a la cabeza, respiró tranquilo: el idealismo de Victoria Kent parecía demasiado angelical para aquella España bronca (y tramposa: hubo caso de fugas alentadas por los funcionarios para desprestigiar a la directora general).

Muchas vidas hay en la vida de una mujer tan popular en los años treinta que su nombre hasta aparecía en las revistas musicales que protagonizaba Celia Gámez: «Se lo pués pedir / a Victoria Kent / que lo que es a mí / no ha nacido quién».

Vino luego la guerra, la derrota, y la forzada estancia en un París ocupado por lo alemanes. En Cuatro años en París, su única obra literaria (aparecida en 1947), ha novelado Victoria Kent aquella época de clandestinidad en la que salvó la vida gracias a que su amiga Adèle Blonay la permitió refugiarse en un piso cercano al Bois de Boulogne.

Más vidas: profesora en México, conferenciante, luego funcionaria de la ONU. Y finalmente, a los sesenta y dos años, el encuentro con Louise Crane, una millonaria norteamericana. Sus generosas donaciones le permiten fundar en 1954 la revista Ibérica, que se publicaba en inglés y en español, y que durante veinte años tanto hizo por unir a la oposición democrática en España y en Portugal.

Los años neoyorquinos fueron años de felicidad: no cesa la oposición a la dictadura, pero hay también incesantes lecturas, conciertos, museos, reuniones íntimas con pocos y escogidos amigos, y el amor... En las fotos parece otra persona. Nada tiene que ver la angulosa figura de los años treinta -que Cansinos caricaturizó en sus memorias: el tipo de la Virago, de la antigua sufragista inglesa, fea como un hombre feo- con la apacible dama de cabellos blancos que sobrevivió al dictador -de su misma edad- y pudo volver a pasearse por la España democrática.