CATARINA VALDÉS

2008 se presenta como un vórtice donde condensar pasado y presente. Mientras que el IVAM, la Fundación Canal o el Museo Marco de Vigo presentan artistas actuales preocupados por el cambio climático y la desolación de la naturaleza, miles de firmas aparecen en internet para impedir que Guillermo Vargas Habacuc participe en la Bienal Centroamericana de Arte en noviembre de este año. ¿La causa? Presentar a un perro atado dentro de una galería de Managua y dejarlo morir de inanición, mientras los visitantes contemplaban día a día su debilidad. Esta crueldad fue considerada una obra de arte.

Si hoy el debate se centra en los límites éticos de las obras, no ocurría lo mismo en 1908, cuando Matisse encontraba su propia personalidad a través de los colores puros y resplandecientes. Fue el año de su «Armonía en rojo», el mismo año en que Mondrian pintaba «El árbol rojo» y Braque el «Gran desnudo», sellando así su amistad con Picasso. En 1908 vieron la luz por primera vez artistas tan dispares en calidad y en temática como Balthus, Jorge Oteiza (premio «Príncipe de Asturias» de las Artes en 1988), Henri Cartier-Bresson, Laxeiro, Juan González Moreno, o los cántabros Mauro Muriedas y Jesús Otero. Los hermanos Lumière patentaban las primeras fotografías en color bajo el nombre de autocromos. Sin embargo, fue Henri Cartier-Bresson el que pasó a la historia de la fotografía como «el ojo del siglo». Retrató a grandes personalidades como Marie Curie, Edith Piaf, Picasso, MatisseÉ y estuvo presente en los eventos más relevantes de la centuria pasada, entre otros la muerte de Gandhi o la guerra civil española. No obstante, fueron fotografías como «Aquila degli Abruzzi» las que nos dejaron su visión más íntima, haciendo partícipe al espectador de un mundo donde todo parecía cobrar vida.

Retrocediendo en el tiempo, y mientras que artistas franceses como Manet realizaban una revolución en la transcripción de los colores, en 1858 nacía Marie Bashkirtseff en Gavrontsy, pero desaparecía uno de los grandes paisajistas japoneses, Ando Hiroshige. Además de sus conocidos grabados sobre el monte Fuji y sobre Edo, Hiroshige destacó por su sentido del primer plano que influirá posteriormente en el cine y en la fotografía. El «japonismo» estuvo presente en los años finiseculares en los que París seguía siendo la capital artística de Europa. En este mismo año, su Biblioteca Nacional conmemora la efeméride de Honoré Daumier. Nació en Marsella, en el período en que Ingres mostraba su maestría en el estudio del natural en «La bañista de Valpinçon», y Goya esbozaba escondido «Los alzamientos del 2 de mayo».

Pocos son los artistas y las obras que no necesitan una efeméride para ser recordados. Sus obras están vigentes, siguen siendo estudiadas y son un punto de referencia en la historia del arte. Tal es el caso de Miguel Ángel, que comenzó, a pesar de sus reticencias, a pintar la bóveda de la Capilla Sixtina en 1608. Sombras y luces acompañan en cambio a Pompeo Batoni, para quien la National Gallery organiza una exposición conmemorando el trigésimo aniversario de su nacimiento. ¿Y la diosa de la Victoria? Esculpida en mármol en el 408 a. de C. en Atenas, intenta abrocharse la sandalia que se le ha soltado al caminar. Todo en ella es refinamiento y serenidad. Una llamada de atención sobre el vértigo que invade este 2008.