José Jiménez Lozano revisa y reedita su estudio sobre los cementerios civiles. Un asunto aparentemente menor -el derecho a ser enterrados dignamente de los españoles que no eran católicos- le permite mostrarnos uno de los rostros más siniestros y medievales de la historia de España, vivo casi hasta ayer mismo.

Durante siglos, para los católicos españoles quienes no participaban de sus creencias no eran ni españoles ni apenas seres humanos. Por eso no deberían ser enterrados en «sagrado», sino arrojada su carroña a un basurero como si de una alimaña se tratase.

María Victoria Atencia habla de él en sus poemas- fue el primero de ellos. La revolución de 1868 creó por ley los cementerios civiles, el «corralillo», como los llamaron de inmediato los buenos católicos, un lugar apartado y segregado que a la Iglesia le servía para amenazar a quienes no cumplían con sus obligaciones. La ley canónica declaraba indignos de recibir sepultura eclesiástica, además de a los practicantes de cualquier religión que no fuera la católica, «a los suicidas por desesperación o ira» (no así a los que se suicidaban por locura), a los duelistas, a los pecadores públicos que mueran sin confesarse, a los que no cumplen el precepto pascual, a los niños muertos sin el bautismo, a los que han contraído únicamente matrimonio civil. Claro que si la familia del difunto se mostraba generosa en sus donativos a la Iglesia, siempre se encontraba una buena excusa para que el entierro pudiera celebrarse con la pompa adecuada.

Siluetas románticas, cuenta así el entierro: «Se paseó el cadáver por las calles de Cádiz, llevándolo descubierto con una pluma en la mano. Concurrió un gentío inmenso con hojas de olivo, cantando marchas e himnos a la libertad, acompañados de una banda de música que convirtió el entierro en una función patriótica».

Fernando de Castro -otro de los grandes nombres del krausismo y uno de sus grandes enigmas- afirmó en la alocución fúnebre: «Señores, el catedrático a quien acabamos de inhumar pensó en Dios. Hacía diariamente examen de conciencia y se confesaba con Dios todos los días, según dijo en sus últimos momentos. Contemplaba de continuo en la clarísima inteligencia de su razón las ideas y relaciones que unen al hombre con el Ser Supremo, mediante el sentimiento religioso».

El conflicto a propósito de los cementerios civiles no fue nunca principal ni fundamentalmente religioso, sino político. La rutina de las fórmulas inscritas en las sepulturas de los cementerios católicos, como subraya acertadamente Jiménez Lozano, contrasta con el fervor personal de los abundantes pasajes bíblicos que aparecen en las lápidas de los cementerios civiles, donde no sólo se enterraban ateos militantes.

Julián Besteiro, a quien se dio sepultura en el cementerio civil de Carmona, «sin lápidas ni flores, cerca del cadáver de un suicida». Murió Besteiro en la cárcel, que compartía con varios sacerdotes vascos. Uno de ellos le preguntó si quería confesarse y él contestó: «Usted ha cumplido con lo que considera su deber y yo le contesto igualmente con arreglo a mi conciencia. Ni niego ni afirmo la existencia de Dios, pero, de existir, tengo la seguridad de que me entenderé con Él perfectamente sin necesidad de intermediarios».

De este libro ilustrativo y desolador, testimonio de la barbarie de nuestra historia, que durante siglos no ha respetado la libertad de conciencia, sobran las apocalípticas líneas finales, donde el serio historiador se convierte en un apocalíptico filósofo de pacotilla: «La muerte misma resulta anacrónica en este mundo tecnológico, y si antes se contestaba a su pregunta inquietante con respuestas religiosas o filosóficas, ahora se responde integrándola al progreso, y el misterio del cuerpo muerto es resuelto en el incinerador y en el cementerio intelectualmente higienizado y sublimado».

Ortega y con tantos otros- para tratar de conseguir una confesión que luego exhibir como un trofeo y un arma de confrontación política.