Pasajes (Trea, 2008).

Veinte años. En un tango no es nada, pero si hablamos de carrera literaria es poco menos que un suicidio. No parece que le haya preocupado mucho al autor permanecer en carrera si atendemos a que su silencio coincide en gran parte con el preámbulo, la eclosión y la decadencia del bipartidismo que se instauró en la poesía española durante la década de los noventa. Una dialéctica empobrecedora por excluyente, pero con rédito mediático para unos y otros, o unos más que otros. El hecho de que en la Península la mayoría de los poetas españoles formara (y se formara) durante unos cuantos años bajo la presión de una u otra bandera ha dejado secuelas en los autores que vinieron detrás, coetáneos de José Luis Argüelles. Hace muy bien la mayoría en desmarcarse de ambas tendencias, pero les resulta difícil liberarse del peso de una tradición que obliga a elegir facción y a no perder la gravedad supuesta al decir poético, sea éste pretendidamente experiencial o supuestamente diferenciador. Son buenos poetas, nadie desentona, hay equilibrio y mesura, buen hacer, mucho oficio, pero la sensación final, al menos la mía, es de cierta monotonía.

Manuel Sacristán) no son menos significativas, cada una de ellas aporta una vertiente de lectura y las tres se complementan en una perspectiva de conjunto. La palabra en lo oscuro, la agonía de lo mismo en lo diverso y la resistencia como claves que interpreten una trama de motivos y valores. Hay un lento mecanismo de destilación que opera de «pasaje» en «pasaje», la realidad se hace presente con frecuencia a través de una memoria que devuelve el pasado en frío, al margen de idealizaciones. Por eso resulta grato, por contraste, el tono más dubitativo, más interrogativo, de la primera parte, de marcado carácter metapoético, en la que el poema «Lectura en el "Día mundial de la poesía"» se escapa travieso (y certero) por el lado de la ironía. Un poema perfecto en su construcción que se percibe como aviso para navegantes y se intuye como ajuste de cuentas.

Con todo, lo mejor del volumen, en mi opinión, se concentra en la parte titulada «La noche llega pronto». Argüelles recupera en ella un tópico de la tradición que resuelve con una potenciación del lenguaje asimilada a la particularidad de la vivencia que está en la base del poema: la pérdida de la juventud, el final de una época, el adiós a todo eso. Lo interesante es cómo singulariza la vivencia y cómo dinamiza, a través del lenguaje, el tópico. La emotividad de sus ritmos, el despojamiento, la dureza léxica, acerada, de ojos sesgados, con que se toma el pulso a esa afrenta del tiempo cuando se lleva los mejores latidos de la vida, hace que el volumen suba muchos enteros. Elipsis, ritmos y estructuras sincopadas, reiteraciones. Poesía que reacentúa con plena actualidad cierto sentido de lo elegiaco, pero nunca desde la resignación, sino todo lo contrario, desde la perspectiva del león herido, logrando un equilibrio entre ira y contención que tensiona el poema, siempre a punto de violentarse, como en el magnífico «Sobre un poema de Gimferrer».

El resto del volumen transita por los ramales que abre la sección anterior, recuperando un sentido de la originalidad a través de la revisión de las tradiciones poéticas de la lengua propia. Una trascendencia de carácter laico compatible con un aliento existencialista, un nihilismo que no es incompatible con la necesidad de intensificar la vida a través de la poesía. Poesía que se convierte en lugar de resistencia más que de exploración, atenta a aquello que se pierde, en la que todo propósito de abstracción se asienta sólidamente en lo sensible. Verso breve y una respiración no inquieta, sino inquietante. Es la cosecha del silencio. Aguantar, aguantar, que dice Manuel Sacristán en la cabecera.