Los alrededores de la literatura también pueden convertirse en la más apasionante literatura. La bibliotecas perdidas, de Jesús Marchamalo, reúne una serie de reportajes -bibliografía y chismografía- sobre libros y escritores que se leen con un continuo gesto de asombro y muy a menudo con una sonrisa. Se trata de anécdotas casi siempre bien documentadas, pero en algunos casos deformadas por la tradición oral, de la que proceden y a la que sin duda han de volver.

De bibliotecas desaparecidas durante la guerra civil -de ahí el título- habla el primer capítulo. Luego se tratan los más variados y pintorescos asuntos: el arte de la dedicatoria, los escritores suicidas, el tabaco y la literatura, las casas de los escritores, los enfrentamientos entre ellos? De vez en cuando se cita algún libro, pero la mayoría de las informaciones son orales. Andrés Trapiello, Juan Manuel de Prada, Blas Matamoro y casi todos los escritores de algún renombre en estos últimos años aparecen dando información y opinión sobre los diversos asuntos.

De vez en cuando el lector atento puede detectar alguna imprecisión, incluso algún error, pero resulta inevitable cuando la temática resulta tan distraídamente inabarcable. La vida laboral de Pessoa, por ejemplo, tuvo poco que ver con la de Kafka. Su trabajo diario, contra lo que se indica en el libro, no fue el de un oscuro oficinista. Trabajó en diversas oficinas, ciertamente, pero nunca le obligaron a fichar: traductor, redactor de cartas comerciales..., tenía libertad de horario, y la mayor parte de su tiempo lo empleaba en invenciones y ocurrencias comerciales que casi nunca llegaban a buen fin, pero que estaban muy de acuerdo con la capacidad imaginativa que mostró en su obra literaria. Bernardo Soares, el contable de El libro del desasosiego, tenía mucho de Fernando Pessoa, pero no era Fernando Pessoa.

En «Escritores a la greña» se nos habla de Juan Ramón Jiménez, al que se nos presenta como un polemista profesional que acabó enemistado con todos sus amigos: «Discutió hasta con Gerardo Diego, una especie de ser seráfico que no se metía nunca con nadie, y llegó al colmo con Neruda, a quien ni siquiera conocía y del que contó que era un gran mal poeta, un poeta de la desorganización». Pero para llamar a Neruda «un gran mal poeta» no hace falta conocerlo, basta con haberlo leído. El informante desinformado es, en este caso, Miguel García-Posada. El autor del libro se limita a recoger sus palabras. Sería conveniente, en algún caso, que las hubiera matizado.

«Ocurrió en Oxford en 1971» comienza el capítulo «Las obras malqueridas», que trata de los libros rechazados por los escritores. Un alumno le preguntó a Borges por El tamaño de mi esperanza, una obra publicada en 1926 y que éste se había negado a reeditar. Borges dijo que ese libro no existía. Al día siguiente, el estudiante le pasó una nota en la que indicaba que había encontrado un ejemplar del volumen en la Biblioteca Bodleiana. «Y cuentan -cuenta Marchamalo- que entonces se dirigió a su mujer y con una sonrisa atravesada le dijo: ¡Qué le vamos a hacer, María, estoy perdido!». Pero la primera vez que María Kodama acompañó a Borges a un viaje al extranjero fue en 1975 y tardaría aún más de una década en convertirse en su mujer.

Imprecisiones de ese estilo hay varias en un volumen que tiene más de fascinante tertulia literaria que de rigurosa investigación. El efecto, el brillo de la anécdota importa más que la precisión del dato. Fácilmente el lector se convierte en un colaborador más. «El escritor y sus máscaras» alude a dos conocidas supercherías literarias. Una de ellas fue la obtención del premio «Adonais» por la desconocida Juana García Noreña, «de la que no se publicó una sola foto». No es enteramente cierto. Ángeles Borbolla, una joven poeta asturiana, dio recitales y se dejó fotografiar como Juana García Noreña. Pero el libro galardonado, Dama de soledad, pronto se supo que no lo había escrito ella, sino José García Nieto, quien no se podía presentar al premio, no porque lo hubiera ganado antes (como indica Marchamalo), sino porque formaba parte del jurado.

La otra patraña a la que alude es la del misterioso Claudio Bastida, ganador en 1979 del premio «Heliodoro», el más sustancioso de los concedidos hasta la fecha. Jesús Marchamalo cuenta que incluso se intentó dar con él, sin éxito, a través del programa de Paco Lobatón «Quién sabe dónde». Pero hace tiempo que se sabe -se supo ya en 1979, cuando hubo incluso un intento de denunciar a los organizadores del premio por estafa- que detrás de ese apócrifo se encuentra Manuel García Viñó, novelista, ensayista, poeta y animador del insultante libelo (pero con defensores tan beneméritos como Martínez Cachero) titulado La fiera literaria.

Un puñado de anécdotas literarias sobre escritores que habían dejado de escribir, unidas por una leve urdimbre novelesca, le sirvieron a Enrique Vila-Matas para construir una de sus más celebradas obras, Bartleby y compañía. Cada capítulo de este libro contiene cien posibles novelas, mil y un disparates improbables y casi siempre verdaderos. Todo a medio cocer, rápidamente urdido para el entretenimiento semanal, y eso le añade atractivo al obligar al lector a convertirse en coautor.