Suena un disparo. Doblan las campanas. Se renueva el dolor, se abre el surco. Cabuerza, 22 de septiembre de 1970. La historia contada arranca con aires de tragedia, bajo el signo de la fatalidad.

Esta primera novela de Pedro Fernández discurrirá a impulsos, siguiendo el pulso de unas vidas marcadas por la desgracia. Padres e hijos: víctimas inocentes, los miembros de esta familia están señalados por destino aciago. Cuentan lo suyo, no obstante, otras causas poderosas: pobreza, miseria, una guerra cruel y la no menos cruel posguerra... El lector tendrá que atar cabos: la narración irá alternando momentos de esta saga familiar en varios cortes temporales (de los años 30 a la guerra civil, y luego la dilatada posguerra: de los años 40 hasta la muerte de Carrero Blanco).

«Escapad gente tierna, / que esta tierra está enferma»? Suena en la radio la voz quebrada de un tal Juan Manuel Serrat. Pero la enfermedad que aqueja a este valle no es de hoy, viene de lejos. Por eso se impone salir -a veces, huir: pero, ¿cómo huir del destino?-, abandonar la miseria, buscarse la vida («Y a buscarla (fortuna) se marchó Mingo a Buenos Aires, esperanza idealizada de los desheredados y quimera del oro de los hijos de Cabuerza» p. 17).

Los estrechos límites del valle agobian, constriñen. Pero en el exterior, por ahí por el mundo (sea en América, sea en Europa, sea en el mismo Oviedo) la vida está regida por turbios manejos, oscuras intenciones. Acechan peligros.

Los miembros de esta familia salen del valle en busca de fortuna o condicionados por avatares varios: Mingo a Buenos Aires y La Pampa, a una guerra absurda a su regreso y, derrotado, a un campo de concentración; años después su hijo Ramón a París y luego a Nigeria; la hija menor, Carmen, a Oviedo unas semanas y al poco a un bar de carretera con luces de neón, en plena meseta manchega. Éstos son los espacios de la novela, cuyos surcos, huellas de vidas marcadas por las lágrimas, tiene que seguir el lector, atento a los cambios temporales, a la sucesión de lugares y personajes en quienes se centra cada capítulo.

Todos se van o huyen. Todos menos ella, Elvira: novia, madre, abuela. Sufre en silencio, mantiene la llama viva del hogar: esa figura tan frecuente en la Asturias rural. Así la ve su marido: comprensiva, callada, fuerte: «? siempre firme frente a los cortes que habían sufrido sus vidas truncadas por no sabía qué maleficio» (p. 149).

La desgracia y el engaño se ciernen sobre esta familia. En La Pampa Mingo es engañado y utilizado por su patrón. En Nigeria, su hijo Ramón, enrolado en una supuesta compañía petrolífera, es mercenario sin saberlo; su hija menor, Carmen, utilizada y engañada por su amante; su otra hija, Adela, estafada en sus expectativas vitales por una suegra dominante y un marido débil: lo que debería ser un hogar es para ella una cárcel.

La fatalidad se ceba en estos seres. Adela huye de casa, abandona a su prole. Años después, madre urgida por ver a sus hijos, regresa a Cabuerza. Recibe renovado desprecio, odio acumulado. Privada de sus hijos y con la sangre de su hermano Ramón vertida por el sinsentido de las casualidades, se ve irremisiblemente abocada a levantar la mano sobre sí misma («Se había abierto el abismo al que la empujaban y el destino la había tragado un Sábado Santo» p. 14). Carmen decide marcharse, deja a Minguín con los abuelos («Una madre soltera en Cabuerza había terminado su vida en el momento de ser madre» p. 16). Llega al Oviedo de principios de los 70, dispuesta a buscarse la vida. Vendedora frustrada de enciclopedias, acaba en un bar de carretera (CLUB 69) hasta que la lleva consigo un tipejo quien la utilizará para sus turbios negocios. A Carmen, abandonada a su suerte por su amante, le arrebatarán la vida los disparos de la Guardia Civil allá en Algeciras.

Viaje de vuelta, fin de trayecto. El ciclo se cierra, se consuma la desgracia. La novela toca a su fin, se regresa al punto de partida. Mingo y Elvira de nuevo solos: «Mingo? que había cruzado el Atlántico, que había padecido la Guerra Civil y que había soportado los campos de concentración, asistía atónito al inexplicable derrumbe de su familia» (p. 15). ¿Se apaga la luz, dominan las tinieblas?

Por una rendija se cuela un atisbo de esperanza, un haz de luz ilumina la escena: refulge entonces la ternura, la ingenuidad del niño. El nieto, vivo retrato de su abuelo Mingo, pregunta. La abuela, Elvira, lo escucha arrobada. Sin embargo, todo parece abocado a un futuro que repetirá el pasado, un ciclo nuevo (la mina, la emigración): «Buola, ¿y San José también era minero?» (?) «No, carpintero, Minguín, ¿no te acuerdas?» (?) «¿Sabes una cosa, buola?, cuando yo sea grande voy un día a Francia a ganar pesetas pa los dos» (p. 157).

Sirva la anterior escena de ilustración de cómo esta novela está escrita por un impulso, un poderoso resorte: el de la búsqueda de verdad, o de verdades, pero no aquella o aquellas con mayúscula, sino esas otras que residen en el corazón. Cabe precisar: en el corazón y en la memoria. Porque este narrador sabe de qué habla: no sólo recupera recuerdos de infancia y juventud, los transforma, los pasa por el tamiz de la ficción y nos los ofrece a los lectores, sino que los acontecimientos y el marco están filtrados por el rigor histórico, el valor documental y costumbrista (el pastoreo de montaña en las brañas, el paso de la dedicación campesina a la minería, el choque entre la Asturias rural y la ciudad, la emigración, el sufrimiento de los vencidos, el juego de los niños que recuerdan a los hermanos de ¡Adiós, Cordera!, el sincretismo religioso de la Asturias mágica -no falta al respecto la nota de humor: en la festividad de San Antonio había que agradecerle al santo sus desvelos con lacones y mantequilla: «No hacemos sino repetir los designios del Señor, concluyó tras una pausa con el dedo dirigido al cielo el intermediario entre los lacones y Dios» (p. 13). Aflora aquí, en suma, la profesión del autor.

Hay también en esta novela -entreverándose en el texto como cita o como paráfrasis- un homenaje a la música popular. Subrayan -al modo en que lo hacen en el cine- el espacio, la anécdota o el estado de ánimo o situación de los personajes (Ramón, aunque enamorado de María la portuguesa, de la que no acierta a saber «si era la princesa que había que rescatar o el hada que tendía las redes de la seducción», en fin, esa criatura que «entraba en su alma como un dulce viento que lleva en su seno el contagioso encanto de la intimidad», huye de París, pierde su oportunidad. Esta pérdida irremediable queda subrayada por un fado: «Que deus me perdoe se é crime ou pecado. / Mas eu sou assim e fugiendo ao fado fugía de mim» (p. 118). De este modo la novela va fluyendo, según el espacio y el personaje, a ritmo de tango o de fado, o al son de la canción tradicional de las brañas, o bien al de las canciones que se escuchaban por la radio en los años cincuenta y sesenta? Resaltar, por último, la tendencia -un rasgo de estilo acusado, visible en las dos citas anteriores- a la poesía, a la belleza del lenguaje.