«Yo nazco no a la vida sino a la conciencia infantil, pero a la conciencia dentro del espacio de la muerte que es la Guerra Civil española». Cuando se produce el alzamiento contra la Segunda República, Antonio Gamoneda tiene cinco años. Nacido en Oviedo, el poeta rememora sus vivencias desde sus primeros recuerdos, a la edad de dos años, hasta el día en que cumple los catorce, el 30 de mayo de 1945. «Al chiquillo que yo era -nos explica en la sede de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores en Madrid- le ocurrió algo que era verdaderamente fuerte y biográficamente terrible: no ya la muerte en la represión sino el que aquello y no por mí solo llegase a ser vivido y contemplado como una normalidad. Ese es el hecho de subversión en la conciencia que produjo la guerra y la posguerra civil española y yo fui impregnado por ella desde niño y en ella sigo».

Un armario lleno de sombra no es un libro de ficción en el que el autor, con tintes autobiográficos, describa una determinada época y sociedad. El premio Cervantes ha realizado un esfuerzo de honradez buscando la realidad más que la verosimilitud y «atravesando el olvido sin inventar nada». Por eso revisa con lupa sus propios recuerdos y si le asaltan las dudas sobre un hecho determinado, no siente rubor en confesarlo al lector. Esta honestidad, uno de los muchos logros de este libro, ha hecho que Mateo Díez, quien presentaba el acto, lo describiese como un libro de memorias infantil, o más aún, como un «certificado existencial». Como consecuencia, en sus páginas no hay héroes, sino supervivientes; tampoco hay hueco para la autocomplacencia, ni para la ejemplaridad o el posicionamiento ético. La narración se centra exclusivamente en la intrahistoria ofreciéndonos una nueva visión: la del niño que vive en ese período, y que por el hecho de ser niño, no juzga, sino ve. Pero esto no impide que Gamoneda mencione con nombres y apellidos a aquellas personas que marcaron su existencia, tanto en lo bueno como en lo malo. Así, además de sus padres y vecinos, aparecen personajes que existieron realmente. Tal es el caso del profesor Manuel Iglesias Cubría, antiguo catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Oviedo, o del militar Adolfo Fernández Navas.

El afán de realidad le impele a los hechos objetivos, de forma que él mismo se nos muestra en el libro no como un niño modélico, sino como un pequeño canalla, capaz de apalear a un perro indefenso o de robarle dinero a su abuela. La sociedad que le circunda es denominada por el poeta como «cultura de la pobreza, cultura a la que, en años inmediatamente posteriores, no sería desatinado mudar el nombre y decirle cultura del hambre». El pellejero, el mielero, el panadero desfilan ante los ojos del niño con la misma cotidianidad que las mujeres de los combatientes rezaban el rosario en procesión o los presos que «pasaban bajo mis balcones. Yo vivía pegado a los cuadradillos verticales contemplando el acontecer sucesivo cuyas causas y resultados no comprendía, pero que ponía en mí la visión de un sufrimiento y la adivinación de hechos temibles. Nunca vi grupos en regreso».

El miedo, la violencia y la humillación son tónicas constantes en su memoria que reflejan una sociedad histérica víctima de la guerra. Así, la brutalidad de los grises en una vigilancia permanente, el castigo y los abusos de los profesores en el colegio de los Agustinos, la paliza gratuita por un grupo de jóvenes falangistas traspasan el mero relato personal hacia una historia que nos compete a todos. Y la muerte, siempre presente, parece ser la única triunfante en ese contexto. Antonio niño convive con ella, y nos la describe tal y como él la ve. Así, la asfixia de la paloma que le serviría de alimento, el asno agónico o el caballo muriéndose entre espasmos mientras las gallinas picotean indiferentes a su alrededor. «Yo no sentía miedo ni compasión -escribe Gamoneda ante la imagen espasmódica- ni ningún otro movimiento del ánimo que ahora puedo reconocer. Sólo, me parece, curiosidad».

Lo que sí deja en él profunda huella es la imagen de la sangre en el suelo del penal de San Marcos, los restos de su padre en el cementerio de San Lázaro o los prisioneros entrando en Puerta Castillo. «Aquella noche yo soñé con los presos. Eran muchos más que los que había visto por la tarde. No entraban por el acceso de Puerta Castillo pero desaparecían para que fuesen llegando otros. Nice estaba de espaldas, asida a las cortinas. De vez en cuando, se volvía hacia nosotros y nos bendecía con un hisopo (…) Yo tomaba tazas de chocolate. Una tras otra».

Los sueños también juegan un papel prioritario en la obra. El poeta incorpora aquellos que fueron importantes en su momento porque le hicieron feliz o desgraciado. La introducción del mundo onírico no es óbice para restar credibilidad a su relato: «El que no sea posible verificar un objeto físico efectivo no le priva de realidad». Esta es otra de las peculiaridades de Un armario lleno de sombra que podría acercarnos a Luna lunera o a Paraíso inhabitado, ambas narradas por niños en un contexto histórico contemporáneo. Sin embargo, la falta de ficción, la pobreza, el hambre, la vida en el extrarradio le aproxima más al Berlín de Benjamin Walter que a la Barcelona o al Madrid burgués de la primera mitad del siglo XX. El hecho que en sus páginas no haya lugar para la imaginación ni tampoco para la prosa poética o el tono elegíaco no le impide alcanzar momentos de gran belleza y emotividad. «Tenía un vientre enorme. Pudiera ser tordo o alazán, pero, en la penumbra, se oscurecía hasta parecer irrealmente negro. Había un pequeño resplandor en torno a sus ojos, que habrían de ser de cristal y que, en mi visión ahora recuperada, no se corresponden con la mirada de un caballo: sobre la pupila inmóvil, empapando la córnea, yo veo extenderse un reguerillo de lágrimas. Andaba por medio un extravío; alguna esquirla de luz se movería creando la apariencia del llanto, pero yo no lo advertía ni pensé así: yo vi que el caballo lloraba y el caballo llora aún en mi memoria». Tampoco el lector ávido de su poesía va a encontrarse con el poeta antes que con el narrador. Cabría intuir, a modo de palimpsesto, un estrato de sus rasgos poéticos o más bien de equivalencias léxicas. Sin embargo, el poeta acalla su voz para dejar que emerja el narrador. Con un estilo directo y espontáneo, mezclando el recuerdo con alguna intervención directa del Antonio adulto, Un armario lleno de sombra es antes que literatura, un «hecho existencial». Y el resultado, como bien ha dicho Mateo Díez, es el de un libro de «gran poder narrativo con un tono de intensidad absoluto».

El poeta abre el armario donde su madre guardaba todas sus pertenencias dos o tres años después de morir. «Hice entrar mi cabeza en la oscuridad del armario y entonces ocurrió algo que me envolvió en su realidad física: sentí el olor de mi madre. Viva». A partir de ese momento, comienza a fraguarse el relato de su infancia. El autor elabora partiendo de pequeños recuerdos otros, que estaban esperándole en el subconsciente. «En el olvido están los recuerdos. Advierto que mi aprendizaje de vejez no es otra cosa que la forma que adoptan ahora en mí el pasado y sus sombras». Emotivo, real, y bien escrito, Un armario lleno de sombra nos hace partícipes de la vida cotidiana, iluminando con su sinceridad uno de los momentos más trágicos de nuestra historia reciente.