La incertidumbre es el gran hallazgo teórico de Keynes. Algo tan enraizado en lo humano, como el desasosiego ante el futuro, estaba fuera de las reglas académicas del comportamiento económico hasta que este «filósofo y moralista a la par que economista» -en definición de su biógrafo Robert Skidelsky- alteró esa ciencia sin paradigma y la acercó a lo que somos. El mundo atraviesa «uno de los fracasos más violentos de la vida económica que se han visto en los últimos cien años» y la ausencia de perspectivas devuelve al primer plano, tras décadas arrumbado por el dominio de Milton Friedman y los Chicago Boys, al «viejo entrenador», según expresión acuñada por Skidelsky en El regreso de Keynes. El autor de su biografía canónica retrata a Keynes sobre el paisaje de fondo de la crisis y muestra el vigor de las ideas de quien compartía «el doble carácter de científico y predicador» habitual entre los economistas.

La acostumbrada visión de un Keynes que enfatiza el peso de las políticas públicas en la actividad económica deja en segundo plano a otro Keynes, el especulador que se arruinó tres veces -en unas de ellas arrastró con él a su amigos del círculo de Bloomsbury- y otras tantas se repuso del desastre. Fue «su comprensión del instinto especulador lo que hizo de Keynes un economista tan grande», según cita que recoge Skidelsky. Sobre esa práctica, y en menor medida sobre su trabajo de funcionario público, se sustentan sus elaboraciones teóricas posteriores. Pero se trata de un especulador ilustrado, cuyo afán de ganancia tiene los límites éticos de un sistema que no puede funcionar sin reglas. Keynes «introduce la relevancia de la filosofía para la economía» y contribuye a una ética del capitalismo, a fijar unos «deberes de la riqueza» que se resumen en la convicción de que «hacer que el mundo fuera éticamente mejor era el único objetivo que justificaba el esfuerzo económico».

La de Keynes es una ética influida por Moore, con quien también coincide en la defensa del sentido común. A la economía le sobra aparataje matemático, sostiene, y Skidelsky, -catedrático emérito de la Universidad de Warwick y miembro de la Cámara de los Lores- deja constancia de su pretensión de «acercar el análisis económico al lenguaje ordinario o del «sentido común» que reflejaba la existencia de una masa de conocimientos no cuantificables, imprecisos, aunque sin embargo útiles para pensar y para comportarse». El que daría nombre a la política económica que dominó durante cuatro décadas en las grandes potencias del mundo occidental «no era un socialista pero tampoco un admirador acrítico del capitalismo», advierte su biógrafo. Su vivacidad intelectual deriva «en una tendencia a las expresiones iconoclastas» convertidas muchas veces en armas arrojadizas en manos de su detractores. La más conocida aquello de «a largo plazo todos estaremos muertos».

Como teórico, detecta que «el mundo que la economía clásica había construido «no es el mundo en el que vivimos realmente»» Y aquí es donde introduce su gran innovación, el concepto de incertidumbre que desplaza al de riesgo. «La incertidumbre domina el panorama de la vida económica que contempla Keynes. Ella explica por qué la gente mantiene ahorros en formas líquidas, por qué la inversión es inestable», apunta Skidelsky. «El énfasis de Keynes en la incertidumbre ilustra su visión del drama humano» y explica «cómo se producían las recesiones y por qué era probable que durasen mucho tiempo».

Su otra gran aportación consiste en desplazar la producción como singularidad del capitalismo moderno y sustituirla por el dinero, un paso «profético», a juicio de Skidelsky. Keynes, quien secundaba a Max Weber al definir el sistema «como una disposición espiritual hacia la ganancia abstracta», interpretó el «capitalismo de su época no tanto como una máquina de generar bienes sino como una máquina de generar dinero en efectivo: la gente adquiría dinero para tener más dinero». Keynes, nada partidario del ahorro, considera a acumulación de dinero como el acto económico más estéril. Advierte que «la santificación del ahorro tiende peligrosamente al lado del dinero abstracto». En contra de la pretensión keynesiana, buena parte de la historia de la economía reciente es la de la tendencia del dinero a perder su condición corpórea, a transformarse hasta convertirse en instrumentos financieros que incluso escapan a la comprensión de sus presuntos beneficiarios. «La innovación financiera ha hecho que las acciones y participaciones sean cada vez más abstractas, más incorpóreas con respecto a las empresas que representan», refleja Skidelsky. Dicho de otra forma: en Keynes está ya el germen de la prevención contra el capitalismo financiero que nos han metido en la penúltima recesión.

La progresiva tendencia a la abstracción en economía nos lleva a los momentos previos a la debacle actual, cuando «nunca en la historia de la finanzas se había otorgado un espacio tan grande a la avaricia», según refleja El retorno de Keynes. En su libro, Skidelsky no busca responsabilidades muy lejos de su propio gremio. «La causa esencial de la presente crisis se encuentra en el fracaso intelectual de la economía. Fueron las ideas equivocadas de los economistas las que legitimaron la desregulación de las finanzas y fue la desregulación de las finanzas la que llevó a la explosión de crédito que ha producido la crisis del crédito», sentencia . Y termina con «una propuesta para reformar la enseñanza de la economía, con objeto de animar a los economistas a considerarla como una ciencia moral, y no como una ciencia natural» siguiendo la estela keynesiana.

Entre tantos recetarios para sobrellevar las tribulaciones financieras, Skidelsky ofrece un libro inteligible y ameno, útil para esas dos tardes de introducción al conocimiento económico que incluso un presidente del Gobierno necesita.