Hago notar al lector que escribo bajo los efectos de una audición completa del Quatuor pour la fin du temps, de Messiaen, con lo cual no soy enteramente responsable de mis actos. Y es que tenía sangre en el ojo desde que en uno de los Encuentros de Verines cierta ponente (¿sería adecuado decir «cierta ponenta»?) retó a los quejumbrosos invitados a que levantasen la mano aquellos que pudieran nombrar más de seis compositores musicales «clásicos» del siglo XX. Sólo el profesor Álvaro Ruiz de la Peña alzó el brazo; los demás quedamos corridos y desistimos de seguir llorando por lo poco que el público nos atiende como escritores. A partir de aquel día, me apliqué a llenar tamaña laguna, con gran esfuerzo cerebral y sensorial, pues sólo soy un aficionado al que ya el último Beethoven le parece muy complicado para su gusto. «La música es tan difícil de definir como indispensable para el homo sapiens», observa Jean-Didier Vincent en su tan apasionante como nada fácil de leer Viaje extraordinario al centro del cerebro, y, citando al maestro Levi-Strauss, nos recuerda que «Entre todos los lenguajes, sólo el musical reúne los caracteres contradictorios del ser, a la vez, inteligible e intraducible». Hoy creo haber purgado aquella lejana culpa tras haberme merendado las 799 páginas de El ruido eterno, escrito por el joven crítico musical del «New Yorker» Alex Ross: no me lo confundan con el ilustrador de tebeos (o dibujante de cómics, según sea), y tras haberlo celebrado con la audición supradicha.

El libro se subtitula «Escuchar el siglo XX a través de su música», y es todo jamón menos ese título que el traductor Luis Gago le ha dado en español y que de manera tan poco brillante pretende explicar. «The rest is noise» («Lo demás es ruido») es el original, haciendo un guiño a las palabras de Hamlet «The rest is silence» («Lo demás es silencio»). «El significado musical es vago, mutable y, en última instancia, profundamente personal», sostiene Ross, lo que me anima a consumir tantas horas de lectura en intentar comprender el siglo XX a través de los oídos que presto a la música. Además, el libro cuenta con consejos sobre las mejores ediciones de algunas de las piezas comentadas y el propio autor ha abierto una web para ampliar en sonidos lo que escribe en palabras. Todo jamón, ya digo, con anécdotas que hacen llevadera la lectura, pero no con anécdotas pedestres sino significantes, tanto que muchas estremecen. Así que salimos de este ensayo entendiendo un poco, al menos, lo que se traían entre manos Grimes, Britten, Cage, Messiaen, Reich, Xenakis, Stockhausen, Ligeti? pero también qué ocurrió en todo el siglo XX reflejado en los avatares de sus músicos: los 30 primeros años, los nazis y la música, los soviéticos y la música, la Guerra Fría y la música, incluso el bop, el rock y hasta un intento de conexión entre música y homosexualismo, sugestivo cuando menos. ¿Se lee como una novela policiaca? Hombre, pues no, la verdad. Sí que comienza con una esperanzadora tirada inicial: «Cuando Richard Strauss dirigió su ópera Salomé, en la ciudad austriaca de Ganz, se dieron cita varios próceres de la música europea para ser testigos del acontecimiento», máxime porque entre esos testigos podría encontrarse Hitler antes de ser Hitler. Se lee muy bien, pero lo que es difícil es difícil, como cuando a Ross se le calienta la mano profesional y nos habla de «la inversión retrogradada» o de «glissandi microtonales», que es mucho cantar.

Cantar es lo que hace el grandísimo Jerónimo Granda, quizá, si alguien hay que no lo conozca, el músico popular más popular con que seguimos contando. Televisión, pubs, romerías, radios, fiestas grandes fueron y son sus escenarios. Y la calle, en la que aprende y en donde imparte doctrina en amenísima charla. Jerónimo habla entre canción y canción, suelta parlamentos de cinco o seis minutos en los que repasa la actualidad o aborda alguna cuestión de fondo, como lo vimos hacer en la tele, en «La radio piquiñina» o «Calle Jero». Habla para cantar y canta para hablar. Es entonces cuando el público se parte de la risa escuchándolo. Esas parrafadas, que en este periódico tomaron un tiempo forma de consultorio, lo han hecho más cercano incluso que su vozarrón espléndido o sus magníficas musicalizaciones de los versos de Alejandro Casona: casi tan de la casa como las coplas del Coque, que tanto canta y cantó, más que su arte finísimo de guitarrista. Ahora, la editorial KRK publica 24 de esas parrafadas, y, sabedora la casa de que las palabras de Jerónimo no están tan preñadas de sentido como cuando se le escuchan a él, se acompaña el volumen de un DVD con el artista soltándolas ante un público que somos nosotros. El libro, de bolsillo de verdad, se titula Logomonos (no es errata, no es «Monólogos») y lo prologa otro grande, el periodista Javier Cuervo, responsable, quizás a su pesar, de habérsele aplicado a nuestro hombre el apellido de «cantapensador».

Por una parte, Jerónimo es un manual de retórica, es decir, del arte del bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover: es el retórico perfecto. Sus textos, en excelente asturiano «amestáu», manejan como cera virgen todas las figuras literarias de manual. Las interrogaciones retóricas, claro, al público, de quien no espera respuesta; los calambures y juegos de palabras, que no son lo mismo y que los dos maneja de lujo; sus litotes o atenuaciones aparentes, para acabar dando más espectacularidad a lo que cuenta; su habitual preterición, o sea, ese simulacro de irse por las ramas para no charlar de lo que acaba charlando por los codos; sus símiles tan asturianos, entre acorde y acorde de guitarra; y, quizá sobre todo, sus expletivos, esas palabras que se emplean para hacer más llena o armoniosa la locución, esos «nomenó», esos «que sí, guapines, non pongáis esi focicu», esos «nunca tal vi», que hacen que la frase concluya cabalmente, con la sonoridad debida. Pero, y sería bastante, Jerónimo no es sólo dicción, pues, por otra parte, ese teatro retórico se usa sólo como base para un discurso corrosivo, iconoclasta, contrario al Poder (siempre el mismo, a lo largo de la Historia), ácrata, radical y rebelde. Entretenimiento, sí, pero nada de fuegos artificiales: misiles. O clásico o popular, o El ruido eterno o Logomonos, y, de poder ser, los dos.