Receta para escribir un diario de Hilario Barrero: tómese un barrio que vale por muchas ciudades, añádansele algunos viajes a Canadá o a Portugal (también a Boston y a Miami) y una estancia estival en Asturias, un buen puñado de óperas escuchadas casi siempre en el Metropolitan, la memoria de una infancia en Toledo, muchos libros, casi todos de poesía, tres o cuatro amigos reiterados, infinidad de viajes en metro? y un amor.

Pero la receta es incompleta. Habría que precisar más: faltan restaurantes, cafés, tiendas que desaparecen y otras que ocupan su lugar, calles que se metamorfosean en pocos años (la Calle 14, en Manhattan; la Quinta Avenida, en Brooklyn), una prodigiosa colección de retratos al minuto de gente del barrio o de anónimos transeúntes, un temblor elegiaco ante la inevitabilidad del paso del tiempo y la cercanía de la vejez.

Y no hay que olvidar, como guinda o como propina, los breves poemas que suele traducir y ofrecernos en versión bilingüe al final de cada mes. Esos poemas no siempre los encuentra en un libro. A veces le sorprenden entre la publicidad del metro. En medio de anuncios de universidades, iglesias, médicos, cervezas o abogados, se encuentra unos versos de Emily Dickinson de los que luego nos dará su precisa versión: «Di la verdad, pero dila oblicuamente, / el éxito radica en el circunloquio. / Demasiado brillante para nuestra débil delicia, / la soberbia sorpresa de la verdad / ha de ser explicada con delicadeza, / como se le explica a un niño un relámpago. / La verdad debe deslumbrar poco a poco, / o todo el mundo quedaría ciego». Y junto a esos versos prodigiosos, las frases en español o «spanglish» que anuncian una cerveza y que no carecen de humor ni, a su manera, de poesía: «Tan buena como encontrar un parking frente al building», «Tan buena como comer pescaíto frito en Boca Chica».

Todos los barrios son iguales, pero también todos tienen algo que los hace diferentes. Hilario Barrero ensaya cien maneras de describir lo que su barrio tiene en común con cualquier otro y lo que lo hace diferente a todos: un olor especial, la luz que se cuela entre un árbol que es como un enorme candelabro de muchos brazos con velas verdes, algunas tiendas únicas en las que venden productos étnicos o difíciles de conseguir, ciertos vecinos, el hombre que limpia la calle, el musgo que crece en un pequeño jardín, la ventana de esa cafetería donde hacen un café fuerte y lleno de sabor, ese restaurante con viejas fotografías de recién casados y niños vestidos de primera comunión? «Vienes de Manhattan un poco perdido», escribe, «cruzando estaciones que a ti te parecen oscuras y frías, sales en tu estación y ya te encuentras seguro». Estás en tu barrio, estás en casa.

Hilario Barrero vive en Brooklyn, cerca del Prospect Park y del Jardín Botánico (un jardín de jardines: hay un jardín japonés, otro de plantas citadas en las obras de Shakespeare, uno para niños, otro para ciegos?). De sus paseos por ambos -y por otros muchos lugares- está lleno este libro inagotablemente peripatético.

A Hilario Barrero le gusta la radio. La enciende a las ocho de la mañana, para escuchar las noticias, y a veces nos las deja escuchar también a nosotros: «Un rayo causa heridas graves a un padre y a una hija en un lago de New Jersey. A pesar de las protestas, el alcalde apoya el desfile árabe que se celebrará al mediodía en la Avenida Madison, no importa que pasado mañana sea 11 de septiembre. En el Bronx, una embarazada de 21 años apuñala a otra de 26. Carrera popular de bicicletas en Brooklyn. Los Yankees ganan, los Jets pierden. Sigue el torneo de tenis en Flushing. Tormentas esta tarde, humedad, tiempo inestable. En Modena una muchedumbre despide al rey del do de pecho. El parque de atracciones de Coney Island cierra hoy sus puertas después de que los dueños vendieran el terreno a una constructora». Historia e intrahistoria.

Hilario Barrero contempla las hojas de papel que aparecen en los árboles, en las farolas, en las fachadas con avisos que interesan a la comunidad, y la memoria le lleva hasta el pregonero, que conoció en su infancia, y que cumplía de viva voz la misma función: «¡Cómo olvidar al pregonero! Primero se oía el aviso de la corneta, desafinada y aguda. Había un silencio, un momento en que no ocurría nada y que era el justo para que la gente se asomara a la puerta de la casa. Luego se oía la voz del pregonero, que era a la vez el alguacil del pueblo: De parte del señor alcalde, se hace saber?».

Humor, costumbrismo, patetismo, de todo hay en este libro, que hace el cuarto de una serie iniciada en 2003 con Las estaciones del día. Como los barrios, como las vidas de los hombres, estos volúmenes se parecen todos y todos son diferentes. No nos hablan sólo de la vida de un español que tuvo su educación sentimental en la imperial Toledo de la posguerra y que respiró en Barcelona las primeras bocanadas de libertad antes de trasladarse, en 1978, a Nueva York. Como en una nueva «comedia humana», están llenos de gente, de nombres a veces insistentemente reiterados (el compañero de todos esos años que, con discreción elegante, está presente casi en cada página; Estelle, la antigua brigadista que sigue fiel a sus ideales revolucionarios, y que a mí tanto me recuerda a Inés Illán; José Muñoz Millanes, el erudito amigo, una especie de borgiano Funes el Memorioso, con quien intercambia libros y discos) o de más puntual aparición. Por este tomo cruzan Pelayo Ortega (que ha sabido reflejar como nadie la luz de Gijón y de Lisboa, «la luz de azogue de Nueva York, el gris cansado de Madrid y la luz ausente de Oviedo»), Xuan Bello (que arranca una rama de los arbustos que crecen junto a la casa en que vivió Auden y, después de acariciarla, se la guarda en el bolsillo), Javier Almuzara (gritando «bravo» en una representación de Giulio Cesare en el Metropolitan) o Joan Margarit (a quien fotografía tomando, a pie de calle, las notas que pronto se convertirán en un poema).

Pero aunque conozcamos la receta, aunque nos resulten familiares los ingredientes, el sabor y el aroma de los diarios de Hilario Barrero son siempre únicos y seductoramente inconfundibles.