El premio «Príncipe de Asturias» Hans Magnus Enzensberger (Kaufbeuren, Baviera, Alemania, 1929), de lejos, parece un tipo muy magno y un tanto polisílabo. La culpa la tienen sus editores españoles, que se empeñan en tildarlo de «pensador significativo de nuestro tiempo». La editorial Errata Naturae rescata ahora, y lo salva así del universo oficial, La balada de Al Capone. Mafia y capitalismo, una pequeña parte de Política y delito, el primer libro de Enzensberger en España (1968), una colección de reflexiones sobre los lujos de que disfrutan los poderosos para asesinar y seguir siendo poderosos.

Enzensberger publicó en Alemania, en 1964, una antología de delincuentes protegidos por un manto de muerte y destrucción. Se ocupó de Al Capone porque este mafioso se había adueñado de Chicago en los años sedientos del alcohol clandestino. Nunca pretendió fantasear con el héroe delincuente con sombrero borsalino, el personaje de cine que doró el terror con un barniz de tragedia griega. Enzensberger quería hablar del extremo más alejado al que llegó el capitalismo: no es nada personal, sólo son negocios. Los mafiosos, dice Enzensberger, se pintan como empresarios, como señores de orden con un objetivo en la vida: dinero, dinero y dinero. ¿Matando? Pues matando. Los ensayos de Enzensberger sobre el poder y la delincuencia son fruto de los años en los que fueron escritos, no cabe duda, pero no todas las circunstancias denunciadas entonces por el «pensador significativo» se han superado. Por eso merece la pena volver de nuevo sobre lo que escribió el escritor polisílabo.

En aquellos ensayos de hace medio siglo -ahora se reeditan dos, queda fuera, por ejemplo, el que dedicó a Trujillo- se habla de Al Capone, pero también de la Camorra napolitana -mucho antes que Roberto Saviano-. Enzensberger escribe «Pupetta o el fin de la Nueva Camorra» y emparienta aquella organización criminal del sur de Italia con la pasada dominación española de la ciudad de Nápoles. Recuerda que la primera mafia conocida la describió Cervantes (en Rinconete y Cortadillo) y concluye que los mafiosos italianos fundaron «un Estado dentro del Estado (?) el pueblo reconocía su poder, y lo prefería a un Gobierno corrompido e impotente» (pág. 77). Si las ganancias disminuyen, ¿por qué no matar? La necesidad de dinero produce necesidad de dinero y al final todo es muerte y sólo muerte, que diría García Lorca. Los misterios de los años sesenta, cuando Enzensberger escribió estos dos ensayos, todavía no se han disipado. Leer a un tipo como Enzensberger parece obligatorio.

Merece la pena detener la mirada sobre La balada de Al Capone. El alemán recuerda que Occidente se explica en función del dinero atesorado. A más dinero, más respeto. Desde Adam Smith, cuando dijo aquello de que el mundo va por sí mismo, nadie ha puesto límites a la ambición. Sacar la ametralladora Thompson, así, no deja de resultar de sentido común. Dice Enzensberger: «Obedeció la ley todopoderosa de la oferta y la demanda. Se tomó trágicamente en serio la lucha por la competencia. Creyó de corazón en el libre juego de fuerzas. Lo que es bueno para los negocios es bueno para América: Capone estaba convencido de ello. Daba vía libre al más apto: él mismo» (pág. 53) El capitalismo, advierte Enzensberger, produce monstruos. ¿Cómo se acaba con ellos? El alemán polisílabo no responde. Recuerda, simplemente, unas palabras ilustradoras del propio asesino americano: «Todo el país quería aguardiente y yo organicé el suministro de aguardiente» (pág. 52), la excusa de la dictadura, el extremo más alejado de la ostentación del poder, un veneno muy actual.