Si en Estados Unidos se hiciese una encuesta sobre qué escritor salvar, de tener que quedarse solamente con uno, no cabe duda de que el elegido sería Samuel Langhorne Clemens, más conocido por Mark Twain. En 2010 se cumple el centenario de la muerte de Twain, una criatura retórica que seguía el guión de su propio personaje, autor consagrado, viajero impenitente y fascinante orador. Tenía un don para la sátira y el histrionismo oratorio, y a propósito de su vocación de trotamundos dijo haber descubierto que no hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien que hacer un viaje con él.

The innocents abroad (Los inocentes en el extranjero) se publicó por primera vez en 1869, y se vendieron 70.000 ejemplares. Con el tiempo, el libro se convirtió en guía para peregrinos americanos en Tierra Santa y excursionistas por Europa. Sus páginas han dado más vueltas que la rueda de un «steamboat» del Mississippi, de aquellos que conoció el mismísimo Twain. Ediciones del Viento lo ha publicado recientemente en una versión española con el título de Guía para viajeros inocentes.

El viaje en el que se basa el libro fue presentado como una expedición a Tierra Santa, con numerosas paradas a lo largo de la costa del mar Mediterráneo, así como una excursión en tren desde Marsella a París para la Exposición Universal, y un viaje a través del mar Negro, a Odessa, todo ello antes de la citada peregrinación por los lugares santos. Muy bien podría considerarse el primer viaje turístico organizado de la historia y, como tal, fue narrado por Twain al diario de California donde trabajaba y que le pagaba por las crónicas.

En una excursión por un mundo desconocido en la que participan personas que nunca han visto otro más que el suyo se producen, lógicamente, situaciones curiosas y hasta disparatadas. Twain le saca punta a todo lo que observa, desde los prolegómenos hasta el balance definitivo. «Esa era nuestra vida cotidiana a bordo del barco: solemnidad, decoro, cena, dominó, oraciones, difamaciones. No resultaba lo bastante animada como para llamarla viaje de placer; aunque si hubiésemos tenido un cadáver, habría sido un entierro majestuoso. Ya ha terminado; pero al mirar atrás, la imagen de esos fósiles venerables realizando una excursión de seis meses me parece exquisitamente reconfortante. El título con el que anunciaron la expedición -Gran excursión de placer a Tierra Santa- era poco apropiado, Gran cortejo fúnebre a Tierra Santa habría sido mucho mejor», escribió a modo de epílogo.

El guiño irónico y la parodia están presentes durante todo el relato, de los aperitivos a los postres. Y son los preliminares los que despiertan más de una sonrisa. Los excursionistas, cuenta Twain, viajarían en un gran vapor con banderas desplegadas y estrepitosos cañones, disfrutarían de principescas vacaciones en el océano, en lejanas latitudes y en tierras famosas por su historia. «Navegarían varios meses seguidos por el tempestuoso Atlántico y el soleado Mediterráneo. Se desparramarían de día por las cubiertas, llenando el navío de risas y gritos o leerían novelas y versos a la sombra de los quitasoles, o acodados en la barandilla mirarían los peces y los barcos -las ballenas, los tiburones y otros extraños monstruos de las honduras-. Por la noche bailarían al aire libre, en la cubierta superior, ocupando el centro de un salón de baile que se extendería de horizonte a horizonte, bajo la cúpula del cielo, iluminado nada menos que por las estrellas y la luna... bailar y pasear y fumar y cantar y hacer la corte y buscar en el firmamento constelaciones que nunca estuvieron tan fastidiadas de su proximidad a la Osa Menor, a la Polar...». En el intermedio habría tiempo para tomarse a broma a Miguel Ángel, Tintoretto o Tiziano, suponer la belleza de un rostro tras el velo de una mora, ridiculizar a los franceses y meter peseta en el debate sobre Abelardo y Eloísa, donde el estadounidense escéptico deconstruye la historia y llega a la conclusión de que el ruido sobre los dos amantes resulta excesivo.

El caso es que ni las ceremonias ni los convencionalismos suponían una traba para aquellos entusiastas e inocentes desconocedores del mundo en su peregrinaje por Europa y Tierra Santa. «Siempre tuvimos cuidado de dejar claro que éramos americanos...», ironiza Twain. «Las gentes de estos países extranjeros son muy muy ignorantes. Miraban con curiosidad los atuendos que habíamos llevado desde los remotos parajes de América. Observaban que, a veces, hablábamos en voz muy alta en la mesa. Se fijaban en que mirábamos los gastos y sacábamos todo cuanto podíamos de un franco, y se preguntaban de dónde rayos habríamos salido. En París, simplemente abrieron mucho los ojos y se nos quedaron mirando fijamente ¡cuando les hablamos en francés! Jamás conseguimos que aquellos idiotas entendiesen su idioma». Posiblemente no haga falta añadir una línea más sobre el sesgo irónico que empaña esta obra del mordaz escritor y periodista, divulgador del viaje organizado para turistas inocentes.