En la atracción por el mundo egipcio se mezclan el asombro ante una civilización tan potente como distante y el misterio que genera el que algunas de las claves de aquel tiempo estén todavía por descubrir. De ahí les viene a los egiptólogos esa aura que los singulariza frente al resto de quienes comparten con ellos el trabajo de desentrañar la historia a partir de sus indicios materiales. Y de ahí también la tendencia a rellenar esas ausencias de conocimiento histórico a base de fantasías, pseudociencia y universos desconocidos tan fecundos en lo cinematográfico como tediosos y risibles en su pretensión de ser explicación veraz.

Paul Strathern nos sitúa en Napoleón en Egipto en el momento en que Occidente sucumbe a la fascinación por el país del Nilo. Y Charlotte Booth desmonta en El secreto de la esfinge y otros misterios del antiguo Egipto muchas de las supercherías e interpretaciones torcidas que ya son de uso habitual en el saber del común sobre aquel mundo perdido.

Booth, profesora de Egiptología en el Birbeck College de Londres, va directa a lo que tenemos por más sobresaliente y conocido de su especialidad: las pirámides, la Esfinge, la reina Hatshepsut, el faraón Ajenatón, Tutankamón, Cleopatra o las momias. En cada uno de esos hitos hace una saludable labor de desmitificación y puesta al día. Todo ello, desde la perspectiva ambivalente de que «sabemos más de los egipcios que de ninguna otra cultura antigua», pese a lo cual «son muchos los misterios, las dudas y las contradicciones que todavía no se han podido resolver».

Una alumna de Booth, a quien se le supone una formación por encima de la media, se empecina en defender que las pirámides son obra de extraterrestres. La profesora siente el deber de ponerla al corriente de «hechos constatados», como que las pirámides no las construyeron gentes venidas de otros planetas pero tampoco esclavos, creencia muy asentada. Las excavaciones en la zona que ocupaban quienes levantaron esos monumentos han dejado al descubierto la relación de sus nombres, obreros sin cualificación que trabajaban a temporadas y siempre en un número muy inferior a los 100.000 de los que hablara Heródoto. Además, estaban bien alimentados, con una dieta en la que abundaba la carne.

Más lugares comunes pulverizados: del éxodo de los israelitas de Egipto no hay constancia histórica, lo que apunta a que se trata más de un relato fundacional que de un acontecimiento real. Y los destrozos causados por sus descubridores en la momia de Tutankamón -«ninguna otra momia egipcia ha sufrido jamás tal profanación en el nombre de la ciencia», constata la egiptóloga- los harían acreedores a una buena maldición, que sólo circula como urdimbre intencionada de casualidades fatales y muertes carentes del misterio con el que se las reviste.

Todo esto lo detalla Booth, con la incorporación de hallazgos de investigaciones recientes, en un libro para manejarse con una mínima solvencia actualizada. Un libro en el que la autora incluye un reconocimiento de las limitaciones del saber histórico, porque el secreto de la Esfinge, que le da título, está todavía por descubrir y, pese a décadas «de estudios ambiciosos, todavía es una materia de gran interés para la egiptología».

La ambición de conquista de un hombre propició el gran acercamiento de los occidentales a esa civilización, tal como relata Paul Strathern en Napoleón en Egipto. Strathern, divulgador con oficio, acostumbrado a comprimir en pocas páginas grandes cantidades de información, construye un texto con ritmo de narración de aventuras y es capaz de alentar la sorpresa sobre acontecimientos cuyo final el lector conoce de antemano. Esa elaboración literaria no traiciona, sin embargo, el afán de rigor y la fidelidad a la amplia documentación histórica sobre esta campaña napoleónica.

En el verano de 1798 desembarca en Egipto -en la que «fue la primera gran invasión naval de la era moderna», según Strathern- una fuerza de 35.000 soldados franceses. Desde ese momento, el Ejército más moderno del mundo en aquel tiempo, que tiene la teórica misión de llevar la buena nueva revolucionaria y el empeño en redimir a unos oprimidos que los ven antes como invasores que como libertadores, se encontrará enfrentado, en un territorio hostil y desconocido, a auténticos guerreros medievales, que completan su armamento con la fuerza de la fe religiosa. ¿A qué suena todo esto hoy?

Un triple afán mueve esta aventura napoleónica. Exportar la Revolución Francesa es, en el mejor de los casos, sólo una buena intención, aunque tiene más visos de coartada. Pero el pequeño corso alienta también un proyecto imperial como emulación de Alejandro Magno y el interés en un acercamiento científico a una tierra ignota y remota. Para esto último integra en la expedición a 167 sabios reclutados entre «la crema de la intelectualidad francesa». Ellos realizarán importantes avances en el conocimiento de Egipto y propiciarán una de la órdenes militares más singulares que se conocen, aquel «burros y sabios, al centro» que precedía a la puesta en marcha de la fuerza expedicionaria. Los dibujos de templos y monumentos de Vivant Denon, que acompañaba a la tropa, contribuyeron a poner de moda en los salones parisinos el estilo egipcio y a alimentar un asombro popular que todavía perdura.