Vuelve puntualmente Pelayo Ortega a la cita con el espacio Cornión, lo que permite a los aficionados asturianos al arte acercarse a los nuevos caminos de su pintura si no pueden acudir a las exposiciones de la galería Marlborough. Y así tenemos la ocasión de comprobar, una vez más, que en la naturaleza está la capacidad de mostrarse diferente y, al mismo tiempo, y paradójicamente, igual a sí misma. Permanece, en el equipaje conceptual y en la manera, en la identidad, sin dejar de evolucionar.

Las pinturas de Pelayo Ortega reflejan y estructuran desde siempre el universo privado del artista, son reflejo de íntimas vivencias. Por eso las imágenes suelen convertirse en cauce de expresión de sentimientos y pensamientos; tienen en ellas cabida las emociones, los efectos, las nostalgias, las devociones, la alegría, la melancolía... y en otras ocasiones, más conceptualizadas, reflexiones sobre el sentido de la vida, el paso del tiempo, la religión, la función del arte o el análisis y homenaje a la obra de pintores, músicos y poetas.

Ilustra esos niveles de comunicación una inconfundible iconografía, una simbología personal bien conocida de personajes, objetos, signos, formas. Todo lo dicho forma parte de la identidad. ¿Y la evolución? Son muchas las evoluciones en cada momento, pero para referirnos a la que parece medular desde el punto de vista plástico, basta recordar épocas pasadas de su pintura -la metafísica y oscura o después la riente de vía clara- espléndidas y personales tanto en la concepción espacial como en la descripción, gráfica y directa, del motivo. Pero lo más significativo es que el motivo tenía entonces la consideración de forma, «era la forma» con intención directa más anecdótica y narrativa. Luego, en la conciliación o diálogo entre la figuración y una abstracción naciente que se fue incorporando a su obra, y que aprovechaba la libertad formal y cromática propiciada por el expresionismo abstracto y los neoexpresionismos, fue evolucionando la pintura de Pelayo Ortega. Ahora la forma como pintura adquiere protagonismo: si antes el motivo era la forma, ahora la forma es el motivo, lo que proporciona a la obra mayor transcendencia y enjundia plástica, sin sustituir por ello el concepto, ahora en ocasiones más sugerido que explícito en fugaces vivencias iconográficas como en una obra de tanta seducción cromática como «Pintura nocturna».

En cierto modo, la coherencia del universo pictórico de Pelayo, la confluencia de los mismos elementos en las distintas épocas, permaneciendo los significados autorreferenciales y la fusión ecléctica de lenguajes, que él mismo llamó en un tiempo «recapitulaciones», puede hacernos pensar en un palimpsesto. Superficies en las que conviven el presente y la memoria sedimentada, ahora todo esto expresado en un gozoso alboroto estetizado, caracterizado por la libertad del color, el grosor de empastes, pinceladas y chorros de pintura aplicados desde el tubo pero luego tan cuidadosamente trabajados, nuevos signos lingüísticos de una energía y protagonismo tal que a veces conducen a un misterioso y sugestivo extrañamiento conceptual.

También nos ofrece Pelayo una vertiente escultórica con la pieza «Mi paleta» y en los collages, donde la pintura cede autonomía en beneficio de los objetos para expresar un mismo universo, quizá por la necesidad de desplazar o expandir las imágenes en una nueva dimensión, o de nuevas experiencias con la perspectiva y la fragmentación de la obra, pero también de la necesidad de generar nuevas imágenes con otros materiales que suponen un nivel diferente de comunicación con intensificación de los significados autorreferenciales.