Se ha dicho muchas veces: no hay mejor máquina de viajar en el tiempo que una colección de periódicos viejos. Para los que cumplimos veinte años todavía en pleno franquismo, este primer tomo de la obra periodística de Vázquez Montalbán es también parte de nuestra propia biografía. Quienes no vivieron aquella época, encontrarán aquí su atmósfera, sus ilusiones y sus contradicciones, mejor que en cualquier libro de historia.

Un escritor que escribe en los periódicos, al reunir en libro sus colaboraciones tiende a seleccionar lo más literario, lo menos ligado a la actualidad, lo menos periodístico. Francesc Salgado, recopilador de este volumen, no ha caído en tal error. Comienza con los escritos que, entre 1960 y 1962, un joven escritor, estudiante de Periodismo, publica en la prensa falangista. Como todos los escritores antifranquistas del interior, Vázquez Montalbán comenzó por ser todo lo contrario, aunque con un entusiasmo perfectamente descriptible. Aquí le vemos glosando las palabras de Franco en las diversas festividades del 18 de julio («Las palabras del Caudillo el día anterior habían sido claras y se integraban en un proceso acumulativo de serena expresión, de una serena línea política») o haciendo literatura a propósito del Servicio Universitario del Trabajo. Poco a poco, deja entrever su ironía. Entrevista a Natalia Figueroa, nieta de Romanones, que acaba de publicar un libro de poemas. Le cuenta que dos días a la semana ayuda en las tareas de una guardería infantil: «Me gusta más estar entre niños pobres y mal vestidos que entre niños ricos y relucientes». Y entonces el periodista pregunta: «¿Te molestaría, pues, que desaparecieran los niños pobres y sucios, porque te verías privada del goce de serles útil?». La aristocrática poetisa no capta la ironía: «Ni hablar. Cuanto antes dejen de ser pobres y sucios mejor para ellos y para todos».

Esta primera etapa termina en mayo de 1962, cuando es detenido en una manifestación a favor de los mineros de Asturias. Sale de la calle, año y medio después, gracias a un indulto concedido con motivo de la muerte de Juan XXIII.

Aunque ha colaborado antes en muchos otros medios, el Vázquez Montalbán periodista está ligado inextricablemente a la revista «Triunfo». Allí publica, en 1969, la serie «Crónica sentimental de España», que le hará famoso. Y multiplica los seudónimos que son algo más que seudónimos, auténticas creaciones novelescas, como el Sixto Cámara de «La Capilla Sextina», que ironiza sobre la realidad política española a la vez que nos cuenta sus nada convencionales relaciones con Encarna, la vecina maoísta.

Sorprende la pluralidad de tonos de la escritura de Vázquez Montalbán. Hay en estas páginas excelentes piezas de crítica literaria -sobre Gil de Biedma, sobre Marsé, sobre los escritores que admira y sobre los que detesta: ahí están sus páginas sobre Hemingway-, crónicas viajeras que a menudo se convierten en crónicas políticas, como la que dedica a París, crónicas de viejas y nuevas costumbres, parodias de la novela negra?

Abunda, claro está, la reflexión política desde una determinada ideología. A pesar del naufragio del marxismo, su inteligencia no sectaria hace que muchas de esas reflexiones sigan siendo válidas.

En la «Crónica sentimental de España», Vázquez Montalbán acertó a unir la alta cultura y la cultura popular para trazar un preciso retrato de la España de posguerra, de la España de su formación, desde una óptica de nostalgia crítica. En otra involuntaria crónica sentimental se han convertido estos artículos que en su momento fueron de actualidad. ¿Cómo no sonreír cuando, en noviembre de 1972, dedica abundantes páginas a analizar un programa de televisión que es «imposible de leer con la mecánica de lectura habitual», un programa que es «un desafío para la claridad» porque se trata realmente de «algo nuevo»? Ese programa vanguardista es nada más y nada menos que «Un, dos, tres?, responda otra vez».

No reímos, pero sí nos sorprendemos cuando señala que el cese en 1960 de Fraga Iribarne deja «una inmensa sensación de vacío» y que es una «nueva muestra del canibalismo nacional».

Como las fotografías, especialmente si carecen de pretensiones artísticas, los artículos periodísticos se enriquecen con el paso del tiempo. Las obviedades del momento dejan a menudo de ser obvias y se convierten en pequeños detalles exactos que retratan una época. En 1973, de visita a San Francisco, escribe: «Los americanos comen el bistec con ensalada acompañado del café flojo que consigue hacerse simpático y del agua helada que los camareros te ponen sobre la mesa con la misma normatividad con que te colocan el cenicero». Eran otros tiempos.

La parodia del cine negro que encontramos en «El asesinato de Verónica Marple», uno de los casos protagonizados por Jack el Decorador, quizás haga hoy menos gracia que podía hacer entonces: «Volví junto a mi rubia partenaire que se había despertado e intentaba una serie de contactos furtivos. La abofeteé con convicción y sonrió satisfecha. Hay descargas paralelas que le pueden sacar a uno de situaciones apuradas».

La más brillante crónica de los años finales del franquismo se encuentra en estas páginas sobre las que el tiempo -como en el poema de Miguel Hernández- se ha puesto amarillo, añadiéndoles nuevos valores, otra lectura.