Como toda gran obra poética, dice el francés Jean-Yves Bériou, la poesía de Miguel Suárez (Vera de Bidasoa, 1952) posee un «poder de enunciación a la vez preciso y perturbador» y un «gusto por el "encuentro" verbal conjugado con una concentración emocional intensa». Es, podría añadirse, una suerte de milagro lingüístico en el que cada palabra parece haber sido hallada por azar para ocupar, sin embargo, un espacio que no podría ser llenado por ninguna otra palabra: «El aroma en los espinos no es extraño a las tormentas / y en la intersección de los astros vive tan solo la luciérnaga». Desde sus primeros poemas, reunidos en 1998 en el volumen Nombrando el porvenir (1970-1977), que es su última publicación hasta la fecha, Suárez ha buscado lo que Bériou, citando a Walter Benjamin, llama «iluminaciones profanas». Pero, más allá del vínculo que el sintagma permite establecer entre el poeta navarro y Rimbaud, uno de sus mentores confesos (con el que, por lo visto, también comparte la decisión de dejar de escribir), caracteriza la obra del autor el deseo de iluminar (literalmente, es decir, ilustrar con imágenes) la zona de sombra en la que la identidad va disolviéndose inevitablemente, ayudada por las decepciones políticas y la molicie intelectual a la que puede conducir el bienestar democrático. Así, su primer libro, De entrada, vendría a ser otra descripción de la mentira, pero narrada desde una perspectiva más coral y libertaria: la de los jóvenes que en los años de la Transición quisieron evitar que el país se entregara, como afirma Antonio Méndez Rubio en su excelente prólogo, «a una democracia formal y al ensueño mercantilista».

Publicado en 1986, pero escrito entre 1978 y 1980, «De entrada» pasa a titularse Diciéndolo de nuevo en esta poesía reunida, como si Suárez considerara que lo expuesto entonces debe ser repetido ahora, pues, además de un trozo de historia, puede constituir una advertencia válida aún para el futuro: «¿Y hay guerra o paz? ¿Hay enemigos? / Y si existen ¿qué se debe hacer? ¿Qué haremos / con nosotros?». En estos poemas, la voz naufraga una y otra vez al constatar la pérdida de una posibilidad de cambio que el poeta percibe (o percibía) como real. «Lo real es, así, lo imposible», dice Méndez Rubio, tras citar un párrafo de Zizek en el que el filósofo esloveno explica: «El fantasma de la historia alternativa de lo que pudiera haber sido no es simplemente una ilusión, sino que funciona como una traición o un espectro de lo real». En esa traición, en ese mundo de sombras («espectral calle de barriada») donde lo que iba a ser, lo que se quería que fuera, da ya las últimas boqueadas, donde «escribir no consuela» y «estar no consuela», se instala Suárez como una «forma de no querer estar», o sea, para rechazar lo que viene con voluntad de registrarlo, que es el programa de vida y trabajo implícito en la cita de La tierra baldía que abre el poemario: «Sólo conoces / un montón de imágenes rotas, donde el sol bate».

La voz política del navarro seguirá dando poemas memorables en dos de sus tres libros posteriores, La perseverancia del desaparecido (1988) y Luz de cruce (publicado en 1996, pero datado entre 1981 y 1985), mientras que en La voz del cuidado (1994), pese a que el poeta asume en ocasiones el rol de portavoz de una colectividad, un grupo de amigos o una pareja, la escritura es pura interiorización de un exterior que, al fin, es hallado más amable; aunque esto quizá se deba al hecho de que el exterior ha dejado de contar como tal (con excepción de la naturaleza, no espectral porque no es fruto de las ideas) y lo único que trae sosiego al autor es el propio lugar del poema: «No más iconos para abrir la noche. Debemos caminar como si nada nos sacudiera?». Quizá sea esta operación la que explique, primero, por qué el poeta ha decidido reunir toda su obra bajo la advocación del título de 1994 (estación final de su viaje creativo: vivir dentro del poema), y, segundo, por qué, como propone Méndez Rubio, el trasvase da lugar a un «renacer» o una «nueva infancia». En efecto, como el Rimbaud de Iluminaciones, la prosa de Suárez en «La voz del cuidado» lega a sus lectores escenas que, procedan o no de su niñez, logran preservar el impacto causado por la huella primera, aquella que nos transforma, y delimitan un espacio de encuentro que, aun siendo privado, seduce porque estimula el diálogo con las propias escenas transformadoras de quien lee. Además lo hace, como él mismo dice, con «palabras que no pueden existir», palabras y poemas que, de tan hermosos, parecen imposibles: «Primrose, / no dejes el prado sin caballos, sin pan del día las casas, los arroyos sin reflejos? // Mira cómo el mundo viene con su corteza a nuestros ojos».

Todo ello es bien distinto de la zozobra que preside «La perseverancia del desaparecido» y «Luz de cruce», poemarios ambos en los que Suárez pasa revista a los años del primer felipismo y la movida («tiempo sin descifrar y agónico», «hojarasca en la cabeza») y donde, también, ya se acusa recibo de cierta renuncia a las transformaciones que tienen lugar fuera del territorio de la página en blanco: «Leí muchas teorías y cambié de opinión alternativamente (?). / Y decidí dejar unas letras (?) / con cierta ingeniosidad, más que un hallazgo / una variante del adiós». No obstante, en poemas como el que empieza «Sólo en la revuelta», de «Luz de cruce», Suárez subraya aún su posición política y elige ir contra el «manso rebaño» que «se dispone a un holocausto indiferente», pese a que «el gong del esclavo eterno resuena» en sus nudillos, «y apenas si comenzó esta noche». Esa elección queda todavía más remarcada en «La ley de la hospitalidad», donde, como el Pasolini de La religión de mi tiempo, el poeta cifra en los jóvenes «del arrabal», despreocupados pero ardientes de vida, sus últimas esperanzas de cambio: «Elige, borda la bandera de este pueblo / de guijarros, / sigiloso / al escuchar sus grandes risas».