Hace ya tiempo que los libros de Malcolm Gladwell (1963) son de obligada lectura en Harvard, pero también se discute sobre ellos en otros muchos lugares. La pregunta que más le hacen al periodista de «The New Yorker» y ex reportero de «The Washington Post» es de dónde saca lo que escribe. Gladwell está convencido de que cualquier persona tiene una historia que contar y de que detrás de cada cosa siempre hay algo que curiosear. El mérito está en sacarle partido. Nuestro hombre lo hace donde otro arrojaría la toalla. Por ejemplo, ¿quién podría estar interesado en escribir sobre el ketchup? Respuesta: Malcolm Gladwell. Y ¿a quiénes les podría interesar leer un artículo tan excéntrico sobre algo que a simple vista merece poca atención? Respuesta: a los miles de lectores de Malcolm Gladwell.

La idea del ketchup se le ocurrió a nuestro hombre después de una conversación con un amigo propietario de una tienda de ultramarinos que también le contó una teoría fascinante sobre los melones, que seguramente el periodista ya habrá destripado en sus entregas neoyorquinas. El hecho de que mucha gente estuviese dispuesta a consumir más de una mostaza y de que nadie haya sido capaz de inventar una salsa de tomate para hacerle la competencia a la que fabrica Heinz, atrajo la curiosidad de Gladwell. El fruto de esa investigación, El enigma del ketchup, es uno de los artículos seleccionados para su último libro, Lo que vio el perro y otras aventuras, que ahora dispone ya de traducción al español.

En la primera parte de Lo que vio el perro, Gladwell, británico de nacimiento y vecino de Nueva York, cuenta la historia de algunos «genios de menor importancia», como él suele decir. La de Ron Popeil, el feriante que ideó, diseñó y vendió a millones de televidentes la parrilla-barbacoa Ronco Showtime, pulverizando las reglas de la economía moderna. O se refiere a los tintes de pelo en Colores verdaderos, que surgió después de haber escrito un artículo sobre el champú y de que una de sus lectoras le dijese que el tinte resultaría mucho más interesante. La segunda parte demuestra las teorías, o las maneras de organizar la experiencia. Por ejemplo, En Murray valía un millón de dólares explora el problema de la falta de vivienda y cómo solucionarlo. Gladwell se detiene en un controvertido programa que da a los «sin techo» crónicos llaves de domicilios, con acceso a servicios especiales, dejando los casos menos extremos en la calle para que se las arreglen por sí mismos.

Para entender la diferencia entre el ahogo y el pánico se inspiró en el accidente aéreo mortal que sufrió John F. Kennedy junior en 1999, y se arriesgó con mal tiempo a volar en la clase de avión que pilotaba el hijo del ex presidente cuando perdió la vida en Martha's Vineyard. «El piloto empezó a dejarnos caer en espiral. No era un truco. Era una necesidad. Quería experimentar cómo se sentía uno al estrellarse con un avión así; porque para entender este accidente no basta con saber lo que Kennedy hizo». En la tercera parte Gladwell analiza las predicciones que hacemos sobre la gente. «¿Cómo podemos saber si alguien es malo, o inteligente, o capaz de hacer algo realmente bien?», se pregunta. Escribe acerca de cómo los educadores evalúan a los jóvenes, qué tipo de perfiles guardan los criminales del FBI, de qué manera se forman juicios rápidos y a veces absurdos los entrevistadores de empleo. Sincero en su escepticismo acerca de estos métodos, el autor se muestra fascinado por los diversos intentos de medir el talento o la personalidad.

El material que maneja Gladwell es de lo más variado. En su superventas Inteligencia intuitiva (Blink, the power of thinking without thinking) el periodista explica de dónde proceden las decisiones que tomamos en dos segundos sobre cuestiones, algunas de ellas peliagudas, que teóricamente requerirían ser meditadas mucho más tiempo. O, poniendo el ejemplo del reto de Pepsi, cuenta cómo el caso de la nueva Coca-Cola permite darse cuenta de lo difícil que es averiguar qué piensa realmente la gente de un producto. En Fueras de serie. La historia del éxito (Outliers. The story of success), otro de sus títulos famosos, sostiene que los grandes personajes del deporte, las finanzas, la música y muchos otros campos le deben tanto a su genio particular y esfuerzo como a las condiciones sociales en las que crecieron. Esto no sería demasiado discutible si no fuese porque, según Gladwell, en determinadas circunstancias son las propias fuerzas sociales las que aclaran por qué unos aprovechan las oportunidades mejor que otros. Está el caso de Bill Gates, que asistió a una escuela privada con una terminal de computadoras sofisticada cuando pocos centros disponían de internet. Además, su casa estaba cerca de la Universidad de Washington y cuando la computadora de la escuela no fue suficiente, tuvo acceso fácil a otros equipos. Y todo así hasta fundar su empresa. No es que Gates no sea un tipo brillante, nadie lo duda, lo que Gladwell mantiene es que sin que se dieran todas condiciones de su entorno el hombre de Microsoft probablemente no lo hubiera sido y que en un sistema de oportunidades más nivelado o justo serían otros chicos también dotados los que podrían haber desarrollado su potencial de una manera similar.

No sólo es la habilidad para poner el ojo en los pequeños casos de los genios menores o el simple determinismo social que se puede extraer como conclusión de estos ejemplos lo que hace de Gladwell uno de los periodistas más leídos, sino la forma que tiene de contar las cosas: de ponerse en la piel de sus personajes, o hacerlo en la del perro en vez de en la del adiestrador César Millán, en la historia que da título al último libro de este fascinante analista de tendencias que renueva la no ficción, arranca sonrisas, admiración y polémica con los artículos sobre el sueño americano y sus goteras.