Un ex editor de prestigio, alcohólico con dos años de abstinencia, acechado por el monstruo de la recaída, casado con una mujer a punto de abrazar el budismo, decide dar el «salto inglés», pasarse a la levedad anglosajona frente a la pesadez francesa que ha constituido la base de su educación. Retirado, pues, rutinario (visita todos los miércoles a sus padres, a quienes mantiene en la mentira de considerarle aún activo, para contarles los viajes a que su supuesto trabajo le obliga), casi un «hikikomori» absorbido por internet. Samuel Riba es «demasiado abstemio y trabajador para fracasar del todo» (pág. 68), un «alcohólico con problemas de escritura», como diría Brendan Behan, que «se comporta casi como un héroe de la resistencia etílica» (210). Su Celia le reprocha: «Vives sin un dios y te falta el sentido. Te has convertido en un pobre hombre» (316). En compañía de unos amigos, viaja a Dublín para celebrar el «Bloomsday», el 16 de junio, el día en que se desarrolla la acción del Ulises de James Joyce. En realidad, quiere celebrar allí un funeral por la era Gutenberg, por la muerte de los libros que han sido su vida, su trabajo, su éxito, su fracaso. Dos notas al margen: primera, uno de sus compañeros se llama Javier y es asturiano: puede el lector buscar claves para identificarlo con alguien real; segunda, hará bien el futuro lector de Dublinesca en leerse antes el capítulo 6.º, el «Hades», joyceano.

El título de la novela de Vila-Matas procede de un poema, «Dublinesque», de Philip Larkin: «Down stucco sidestreets, / Where light is pewter / And afternoon mist / Brings lights on in shops/ Above race-guides and rosaries, / A funeral passes». («Por callejuelas de estuco, / donde la luz es de peltre (...) está pasando un funeral»). Planteada como un relato de los que no «necesitan de un conflicto para ser algo» (150-151), se divide, muy a lo clásico, en tres partes (los preparativos del viaje, el nudo dublinés y el desenlace desesperanzado), y podría llevar como lema que la literatura ha muerto a manos de lo digital y que qué va a ser de nosotros, que la quisimos tanto, ahora. Es decir, es Dublinesca una agudísima, culta, informada, pausada y magistral reflexión sobre el estado actual de la lectura, de los libros como objetos, de la pasión por vivir otras vidas, y, como no podía ser de otra forma, de quienes en ello y de ello viven o, si la cosa ya ha finiquitado y sólo queda asistir a su entierro, han vivido. En efecto, no necesitamos como lectores de un «a ver qué ocurre ahora» para pasar las páginas. Nos basta dejarnos hipnotizar por el fluir del pensamiento de Riba, por sus fantasmas, ay, por sus fantasmas, que son los nuestros.

¿Cómo queda quien ha dado toda su vida a la Literatura en estos tiempos internautas?: «Ahora, cuanto más viejo se siente, recuerda su antiguo afán, su inicial inquietud literaria, su dedicación sin fin durante años al peligroso negocio de la edición, un negocio tantas veces ruinoso. Renunció a la juventud para buscar la obra honesta un catálogo imperfecto. ¿Y qué sucede ahora, que todo terminado? Le queda una gran perplejidad y la cartera vacía. Un sentimiento de para qué» (69). También, un resquemor hacia los lectores: «Se considera tan lector como editor.