«Tengo el convencimiento de que ahora estoy pintando lo que siempre quise pintar», dice Bernardo Sanjurjo en uno de los textos que acompañan a la reproducción de sus obras en el catálogo de su actual exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. ¿Cuál puede ser el significado medular, profundo, de afirmación tan categórica y sorprendente? Sorprendente y, en buena medida, aventurada y equívoca cuando viene de quien a lo largo de tanto tiempo ha venido asentándose en la creación de una pintura tan hermosa, verdadera e intensa, convertida en la más alta referencia de la abstracción en Asturias.

Porque seguramente nadie dudará, tampoco él, de que, tomada la frase en su sentido literal, Bernardo Sanjurjo siempre pintó lo que quiso pintar, con honestidad y coherencia ejemplares y nivel artístico bien reconocido. Sin duda quería pintar, y pintó, aquellos paisajes «por alusiones» en el camino hacia la abstracción con memoria de la primera hora en los años setenta. Quería pintar, y pintó, aquellas pinturas de geometría tan construida como expresiva y lujosa de color, ya rojos y negros, pero también blancos y amarillos, que un día Santiago Amón definió como un acto conciliador entre las dos manifestaciones -el constructivismo y el informalismo- que en el discurso del arte contemporáneo dieron franquía a la abstracción. Y, desde luego, también las pinturas del gesto que siguieron, de exuberante vitalidad en el trazo y en el cromatismo, deslumbrantes en su seductor lirismo.

Y, sin embargo, todo parece indicar que llega un momento en la trayectoria de este artista, permanentemente ensimismado en su trabajo y en el sentido último de su obra, en el que otra inquietud lo apremia, quizás un anhelo de trascendencia, que lo estimula y lo conduce a una nueva experiencia creativa y, como consecuencia, a una nueva y muy definida etapa de su obra que vive ahora con mayor intensidad que nunca y lo lleva a manifestar también en el ya citado catálogo: «Se podría decir que, después de haber dedicado a esta tarea casi cada uno de todos los días de mi vida, finalmente me siento identificado con lo que estoy haciendo». Y ya no se trata de querer, sino de «necesitar» pintar. La pintura convertida en este momento de plenitud de su vida en un medio de expresar algo que existe y siente dentro de sí, indefinible, más allá de lo conocido y sin traducción de la memoria o de los sentimientos concretos. Un acto liberador, pero no automático, porque niega el accidente de lo gestual para abandonarse a la técnica, tan rigurosamente aprendida, también como inspiración de un ordenamiento consciente. En definitiva, una pintura absoluta, prefigurativa, germinal, como el comisario de la exposición Fernando Castro Flórez definió tan acertadamente en su título: «Pintura germinal».

Esta obra última es la culminación de un largo camino en la pintura de Bernardo Sanjurjo, que sugiere lo misterioso y, por qué no decirlo, lo sublime, pero que no busca, sin embargo, interpretaciones místicas, metafísicas, porque sólo pretende comunicar su propio ser y su presencia rotunda y poderosa en el silencio y la luz de su potencialidad embrionaria, que invita al espectador a la introspección y a la contemplación, evocadoras quizá de la experiencia emocional del momento en el que fueron creadas. Como escribe Antonio Gamoneda en el poema que dedica a sus pinturas: «Bernardo, hazme un lugar en tu silencio».

La exposición del Círculo de Bellas Artes responde a un proyecto largamente madurado por Sanjurjo, para el cual ha contado con el patrocinio de la Caja Rural de Asturias, posiblemente el primer coleccionista de su obra, e incluye una bellísima serie de serigrafías con la poesía de Gamoneda y otras dos series con poemas de José Miguel Ullán y Olvido García Valdés.