Una cita de Emilia Pardo Bazán, pionera en tantas cosas, podría servir de lema a la apasionante indagación de Nerea Aresti acerca de los conceptos de hombre y de mujer en la España del primer tercio del siglo XX: «Yo tengo por crímenes vulgares los que llevan por móvil el robo, y no les llamo verdaderamente "misteriosos" nunca, porque el "misterio", en un crimen, no consiste en que se ignoren los autores. El "misterio" de un crimen es su psicología, los abismos del corazón que descubre, la luz que arroja sobre el alma humana, sobre el estado social de una nación, sobre una clase, sobre algo que rebase los límites de la caja de caudales, la cómoda o el armario forzados, el baúl destripado, la cartera substraída».

Los cinco crímenes que Masculinidades en tela de juicio rescata de las amarillentas páginas de sucesos no fueron crímenes vulgares; en su momento, apasionaron al público y sirvieron para poner en cuestión algunas de las ideas básicas que sostenían el orden social. Que un hombre -por motivos de celos o de honra, o simplemente porque era un hombre- matara a una mujer no era algo que llamara en exceso la atención. Había incluso un artículo del Código Penal (el famoso 438, que dio título a una novela de Carmen de Burgos) que le permitía salir casi siempre bien parado. Pero que una mujer matara a un hombre porque se negara a cumplir su palabra de matrimonio después de dejarla embarazada, y además la maltratara en público y en privado, no podía permitirse. Fue lo que hizo la joven Jesusa Pujana con su novio Mauricio Luzeret, en Bilbao, en 1906. Lo sorprendente del caso es que, por primera vez, según comentaba «El Liberal», «se levantó a raíz del hecho una poderosa corriente de opinión, principalmente femenina» en favor de la mujer. Las costureras de Bilbao llegaron a pedirle a un periodista que redactara un manifiesto en favor de Jesusa para el que solicitarían adhesiones; también las cigarreras quisieron participar en la recogida de firmas. El resultado de esa protesta fue el procesamiento del periodista que se había atrevido a hacerla pública.

Muy distinto final tuvo otro crimen semejante, ocurrido en Trubia en 1932. Josefa Menéndez y Enrique Fernández habían sido novios durante cinco años. Al quedar la joven embarazada, el novio decidió romper con la relación. Josefa fue expulsada de la casa paterna y recogida por una tía. Durante meses intentó en vano que su novio recapacitara. La tía que la había recibido en su casa le advirtió que, si no se casaba antes de dar a luz, debería abandonarla. Un día, cuando Enrique volvía del trabajo con unos amigos, Josefa salió a su encuentro y le pidió una vez más que recapacitara, que se casara con ella o que al menos reconociera a su hijo. Enrique le respondió que él «no tenía que pagar los vidrios rotos» y trató de seguir su camino. Cuando la joven le cogió de un brazo, «reaccionó violentamente, y pegó y empujó a Josefa hasta tirarla al suelo. Incluso rompió su paraguas a base de golpear con él el cuerpo de la joven tendido en el puente. Varios testigos dieron razón de las muchas patadas que Enrique le propinó en el estómago. Josefa consiguió incorporarse y, en el forcejeo posterior, y en el justo momento en que Enrique se disponía a pegarle de nuevo», ella le asestó dos puñaladas con un cuchillo que llevaba consigo.

El juicio se celebró en 1933. Josefa fue absuelta por un jurado popular, institución que Primo de Rivera había suspendido y la República restaurado con diversas reformas, algunas tan importantes como la incorporación de las mujeres en los juicios relacionados con los llamados «crímenes pasionales». Mucho habían cambiado los tiempos desde 1906. Pero no todas las instituciones habían cambiado en la misma manera. Todavía en 1931, el Papa Pío IX se lamentaba amargamente de que «no raras veces, trastocando el recto orden, fácilmente se prodigan socorros oportunos y abundantes a la madre y a la prole ilegítima».

No menos ilustrativos que estos dos crímenes en los que las buenas gentes vieron el mundo al revés (mujeres que se atrevían a exigirle al hombre que cumpliera su palabra o que respondían a la violencia con la violencia) son los otros que analiza este espléndido ejemplo de hasta qué punto iluminan la historia los nuevos estudios feministas y de género. En 1929, una pareja de recién casados viaja desde Colombia a Madrid. Él es de origen español y quiere que la mujer conozca la madre patria. La noche del 13 de julio se dirigen a una verbena popular. El marido entra un momento en un estanco y la mujer se queda esperándole a la puerta. En ese momento, un hombre que caminaba con dos amigos, se acercó a ella y «le pellizcó una nalga, rozándola con el cuerpo, a la vez que hizo una manifestación obscena, reveladora de deseos lúbricos», según afirmaría la sentencia. En el incidente posterior, tras la protesta del marido, la mujer resultaría acuchillada. El abogado del agresor defendió su comportamiento obsceno porque la mujer «estaba sola, de noche, en la calle» y en esas circunstancias cualquier mujer entraba dentro de la categoría de prostituta o de mujer indecente, no merecedora de respeto, lo que daba a cualquier hombre el derecho a abordarla. Gracias a que la agredida era hispanoamericana y de clase alta, y se celebraba además la Exposición Universal del Sevilla, el suceso dio origen a una campaña contra «la masculinidad mal entendida» y motivó una «nota oficiosa» del propio Primo de Rivera en la que se pretendía «defender al sexo débil de las groserías chulescas de los conquistadores callejeros».

Un cadáver descuartizado, encontrado en un baúl que había sido enviado a Madrid desde Barcelona, sirvió igualmente para poner en cuestión los límites borrosos de la masculinidad. Se discutía si el asesinado -un industrial que había ascendido socialmente gracias a su esfuerzo- y el asesino, un criado suyo, eran o no homosexuales. A Luis Jiménez de Asúa, reputado penalista, le parecía que «decir que un individuo puede ser anormal porque vaya limpio, se pula las uñas y cuide las cejas es una insensatez en principio». Hay que tener en cuenta la clase social, añadía. En un aristócrata o en un miembro de la alta burguesía pueden resultar naturales esos hábitos, pero «nada más sospechoso que ese esmero en un hombre de la clase social de la víctima», un hombre de modesta cuna, que «había entrado en una tienda como dependiente y cuando le sorprendió la muerte no era sino un gris industrial». Incluso Marañón tuvo que intervenir en el asunto para afirmar rotundamente que un hombre puede arreglarse las uñas y llevar gabardina limpia sin por eso ser tildado de homosexual.

Las diferencias entre hombre y mujer, entre lo que es propio del hombre y lo que es propio de la mujer, se deben menos a la biología que a la cultura. Y los prejuicios culturales, que se hacen pasar por exigencias de la naturaleza, han sido la causa -y lo siguen siendo- de desigualdad, de opresión y de muerte. Leemos Masculinidades en tela de juicio y más de una vez tenemos que frotarnos los ojos ante tan increíble panorama. Pero esa España de ayer en la que una mujer no podía andar sola por la calle si quería ser considerada decente ni un hombre cuidar su aspecto si no quería ser considerado poco hombre; esa España en la que dejar a una mujer embarazada y no casarse con ella ni reconocer al hijo no era un delito sino una hazaña que festejaban los amigos, y el maltrato en el matrimonio algo que había que sobrellevar con resignación, esa España todavía está en la memoria biográfica de muchos y muchas e incluso asoma con desoladora frecuencia a las páginas de los periódicos, bien sea en forma de gracietas sobre las «miembras» y la ley de Igualdad o de manera más trágica.