Tenemos tan alto concepto de nosotros mismos como especie que tendemos a olvidar que «somos lo que somos: primates muy encefalizados». Entre las muchas posibles definiciones del hombre ésa es la que elige José María Bermúdez de Castro, codirector de las excavaciones de Atapuerca, en La evolución del talento, su libro más reciente. «Nuestra propia humanidad es el producto de un diseño accidental, limitado por la evolución», resume el neurocientífico David J. Linden en otra cucharada de la misma cura de humildad en la que desmitifica la supremacía del encéfalo.

El cerebro nos singulariza frente al resto del reino animal y esa condición distintiva lo transforma en componente sublime de nuestra anatomía, la esencia de la naturaleza humana, la gran decantación evolutiva, la recurrente justificación de una supremacía transformada en amenaza para el resto del mundo. Y, sin embargo, como construcción orgánica el cerebro es más bien chapucero. David J. Linden, profesor de Neurociencia en la Facultad de Medicina de la Universidad de Johns Hopkins, desmonta esa visión excelsa de lo que nos hace humanos. «Las cosas que tenemos en más alta estima en nuestra experiencia como seres humanos -el amor, la memoria, los sueños y una predisposición al pensamiento religioso- son el resultado de una aglomeración particular de soluciones ad hoc que se han ido amontonando a lo largo de millones de años de historia evolutiva», apunta Linden. El cerebro presenta «un diseño a la vez ineficiente, falto de elegancia e incomprensible que, sin embargo, funciona», circunstancias ante las que el neurocientífico confiesa que «la forma en que se rinde culto al cerebro me sorprende y desconcierta».

En un cerebro adulto se enredan cien mil millones de neuronas y alrededor de un billón de células de la glía. Cada neurona recibe 5.000 sinapsis, lo que supone que en el cerebro hay unos quinientos billones de conexiones entre neuronas. Lo que alojamos en la caja craneal representa el 2 por ciento del peso total del cuerpo, pero es un órgano tragón que devora el 20 por ciento de la energía corporal. Una exigencia energética que cambió incluso nuestra dieta y nos arrimó a la carne. Además, un 70 por ciento de los 23.000 genes del genoma humano se expresa en el cerebro. Pero que no nos abrumen las cifras, detrás de tantos ceros y una complejidad desmesurada se ocultan las limitaciones del cerebro. O dicho de otra forma: gracias a esa acumulación la cosa funciona. Al menos eso es lo que nos cuenta Linden, para quien «las neuronas individuales son procesadores terriblemente lentos, poco fiables e ineficientes» que sólo logran resultados cuando miles de ellas están enlazadas.

«El cerebro no ha sido diseñado de manera elegante ni mucho menos: es un revoltijo improvisado que, sorprendentemente y pese a sus cortocircuitos, logra realizar una serie muy impresionante de funciones. Pero si bien la función general es impresionante, no cabe decir lo mismo de su diseño». Ésta es la tesis central del libro en cuyo desarrollo Linden realiza una exposición clara y accesible de la anatomía y el funcionamiento cerebral. «El cerebro es el libro en el que se halla escrita la experiencia individual». Esa individualidad se levanta sobre la memoria y la emoción, que para Linden constituyen las «dos funciones esenciales del cerebro» y que son la base sobre «la que se construyen las capacidades superiores y las funciones complejas como el lenguaje o el razonamiento social».

Incluso aquellos aspectos más elevados de nuestra condición humana como el impulso religioso resultan susceptibles de una explicación cerebral. «Nuestro cerebro se ha adaptado de manera particular a la creación de historias coherentes sin lagunas y esta propensión relativa a la creación de relatos forma parte de lo que predispone a los seres humanos al pensamiento religioso», afirma Linden, para quien «la fe no es competencia exclusiva de la religión» y resulta «algo esencial a la función mental humana. Es un primer paso, y un paso importante, en la tarea de dar sentido a nuestro mundo». «Nuestro cerebro ha evolucionado para hacernos creer», concluye. Como científico, Linden se muestra más bien humilde y reconoce que «muchas de las explicaciones que la biología actual puede ofrecer sobre la función superior del cerebro son más bien incompletas», lo que se supone que incluye alguna de las que él ofrece.

El cerebro accidental deja en muy mal lugar al supuesto guionista del desarrollo humano, a ese diseñador que invocan quienes cuestionan la teoría de la evolución y que, en la perspectiva de Linden, más que un fino ingeniero sería un chambón provisto de cinta aislante. Frente a ellos, Bermúdez de Castro propone en su libro «conocer a fondo la evolución humana» para «entender la vida desde un punto de vista filosófico, más positivo, que debe conducirnos a la adquisición de una nueva consciencia». Y cierra La evolución del talento con la sugerencia de que «nadie puede eliminar de un tijeretazo los genes de su comportamiento primate, pero sí podemos canalizar con habilidad lo que la naturaleza nos impone». Es decir, somos lo que somos, pero la ventaja es que lo sabemos.