Habrá quienes prefieran otra ciudad, pero nadie podrá negar que Roma es única, y, al ser única, resulta también incomparable. La eternidad de Roma no sólo se debe a sus piedras y monumentos, la mayor concentración de historia y belleza del mundo, sino a lo que en ella se disfruta y aprende del tiempo.

El periodista Enric González, en la actualidad corresponsal de «El País» en Jerusalén, ha escrito un pequeño libro que condensa en sus poco más de 120 páginas el aprendizaje de una estancia bien aprovechada en la gran urbe italiana. El buen periodismo está en los detalles y, al igual que ocurrió anteriormente con Historias de Londres e Historias de Nueva York, Historias de Roma es un cuidado producto de la observación y la melancolía.

Un detalle, por ejemplo, es detenerse en la calle donde fue hallado el automóvil con el cadáver de Aldo Moro, en la Via Michelangelo Caetani, y, después de refrescarnos la memoria con aquellos terribles hechos, llegar a la conclusión de que aparcar en el lugar donde los hicieron los terroristas era entonces y es hoy francamente complicado, por no decir misión imposible. Otro es llevarnos por medio de Alberto Sordi, esencia de la romanidad, a Mario Buffone, el popular guardia urbano de la peana de Piazza Venezia, precisamente el día en que se jubilaba, tras treinta y dos años controlando el tráfico en uno de los puntos más caóticos de Roma.

Alberto Sordi, Albé o Albertone, como se le conocía cariñosamente, protagonizó en 1960 Il vigile, una película en la que encarna a un urbano novato que intenta ser justo e incorruptible, «lo que en Roma suele conducir al fracaso». Enric González cuenta cómo Buffone, después de hablarle de los políticos, futbolistas, actores u otras personalidades a los que ordenó parar e incluso multó, cae en la tentación de explicar también los consejos que le dio a Sordi para dirigir correctamente el tráfico. Algo que no pudo ocurrir jamás, aclara el periodista, porque el guardia de Via Venezia tenía doce años cuando el gran Sordi rodó el film de Luigi Zampa.

Por las páginas del libro pasan las iglesias, los gatos, el glorioso café del San't Eustachio, donde los parroquianos rascan con la cucharilla el fondo de la taza para arrancar las últimas moléculas de la crema mezclada con el azúcar; la rivalidad local futbolística y los orígenes fascistas de la Roma y de la Lazio; la comida, la pasta asciutta, la pizzería La Montecarlo, los fritti romani y la coda alla vacinara de La Matricianella, en la Via del Leone, y, cómo no, la popularísima pajata (el intestino de cordero lechal con que los romanos acompañan el rigatoni. También están la pintura canalla de Caravaggio, un paquete con un libro que dio la vuelta al mundo por culpa del ineficaz servicio del Chronopost-Paccolere-Internazionale, los papas, los cementerios, la tumba de Keats, la peripecia doméstica del periodista y su mujer en el Palazzo Massimo, unos copos de nieve suspendidos girando en el aire justo debajo del agujero de la cúpula del Panteón, y el caso de Anna Fallarino y el marqués Casati Stampa, un crimen familiar del que acabó beneficiándose Silvio Berlusconi. Las historias se superponen en el formato mini al que nos tiene acostumbrados Enric González.

No dejo pasar la oportunidad de referirme a otros libros que sirven para entender la Ciudad Eterna. Uno de ellos, Secretos de Roma (Debate, 2007), de Corrado Augias, lo cita el propio González. Pero no hay que olvidarse de Roma fugitiva (Quaterni, 2009), los ensayos que escribió Carlo Levi, que incluyen resonancias íntimas de la ciudad en los años cincuenta, hasta la época en que se rodó La dolce vita. Levi capta como nadie el sonido, los ruidos, las fiestas del sueño y del mito que surgen en cada esquina romana.

Otro retrato esencial para entender la ciudad que cambia para seguir siendo la misma es el de Federico Fellini. La primera imagen de Roma que el director de cine conservaba en la memoria era la de un poste milenario que surgía fuera del país, su Rimini natal, y en medio del campo. Pero en el tiempo de la escuela elemental, con los curas, obtuvo sobre la Ciudad Eterna otro tipo de información. Citando las fatales palabras de Julio César, «alea iacta est», los escolares también podían cruzar el Rubicón y ver en diapositivas los principales monumentos de la capital: Santa Maria Maggiore, la tumba de Cecilia Metella, el arco de Constantino, el Altar de la Patria, San Pedro y cualquier otro de los que se incluían en las proyecciones de los sacerdotes.

Roma representaba para Fellini la bendición dominical del Papa transmitida por la radio, que hacía bramar a su padre, un hombre laico de ideas socialistas. Pero también estaban las películas interpretadas por Greta Garbo y los «peplum» ambientados en los tiempos del imperio de los césares. El profesor de Historia del Cine y Literatura Flaminio Di Biagi se ocupa en La Roma di Fellini (Le Mani, 2008) de la escenografía y topografía del cineasta autor de Ocho y medio, el callejero, los lugares de encuentro, los cafés, los bares y los restaurantes del mundo felliniano. Una lectura imprescindible para saber manejarse en él.