La pasada semana murió, y apenas tuvo repercusión mediática (algo normal con la estulticia musical que se estila en los medios), una de las grandes leyendas del canto del siglo XX, la mezzosoprano italiana Giulietta Simionato. Nacida en 1910, la Simionato fue una de las voces imprescindibles de los grandes escenarios desarrollando una larga y fecunda carrera, sostenida en el tiempo con la mayor brillantez.

Fueron tres décadas las suyas de trayectoria en la cumbre para una intérprete dotada de un instrumento de gran belleza y técnica inmaculada. Ella compendiaba las virtudes de un buen cantante en una sencilla frase de la que fue un ejemplo paradigmático: «Inteligencia, voz y corazón». Cantó los grandes roles verdianos para mezzo de forma impecable, pero también brilló con fuerza mayúscula en otros rossinianos o del ámbito del verismo. Trabajó en numerosas ocasiones con María Callas y junto a ella figura en grabaciones que son referencia absoluta para los amantes de la ópera. Frente a otros colegas suyos, hay que destacar un hecho curioso: en treinta años apenas realizó cancelaciones. Se dice que sólo dejó de cantar en tres ocasiones, ¡sale a una por década! Su abandono de los escenarios se produjo de forma discreta y en plenitud de facultades. No era una intérprete gustosa de seguir cantando a medio gas. Todo lo contrario. Supo transmitir su sabiduría a sucesivas generaciones de cantantes y su legado quedará para siempre en la historia de la interpretación lírica.

El mundo de la música vive con profunda intensidad la necesidad de tener estrellas que van marcando la pauta interpretativa en cada período. Pero el tejido cultural de cada espacio geográfico está determinado por la presencia de numerosas personas que ponen su grano de arena y sin las que todo el entramado no se sustentaría. Nos dejó, también la pasada semana, la profesora de canto del Conservatorio de Oviedo Isabel González. La conocí hace casi veinte años, cuando comencé mi andadura en este oficio, y siempre me asombró su vitalidad y capacidad para disfrutar plenamente de la música desde el conocimiento y la inteligencia. Isabel tenía, como es lógico, profundos conocimientos técnicos sobre la voz y a ello añadía una memoria prodigiosa sobre intérpretes y un hondo saber sobre el repertorio operístico y el de zarzuela.

Siempre le gustaba comentar a la salida de los espectáculos la función. Lo hacía desde el respeto a los intérpretes, sabedora de la dificultad y entrega que su trabajo exige. Tenía unos gustos claros, pero sobre ellos primaba una cualidad superior: no entraba al teatro con prejuicios y valoraba el resultado en función de la calidad del mismo, no en si lo que se representaba se adecuaba más o menos a su criterio. Esa amplitud de miras la hacía disfrutar tanto en los grandes títulos de repertorio, que adoraba, como en las «novedades», que siempre esperaba expectante. No fallaba a un concierto y estaba abonada a los ciclos del Auditorio, a la ópera y a la zarzuela. Más de una vez acudió a las tertulias operísticas de esta casa que dirige Javier Neira, y allí exponía sus argumentos con sabiduría y ese peculiar sentido del humor del que hacía gala. Recibí de ella muy buenos consejos, y algunos aún los valoro más con el paso del tiempo. Últimamente muchos ya la echábamos de menos en los conciertos. Ahora que se ha ido la recordaremos siempre, porque trayectorias vitales y profesionales como la suya definen el perfil de una ciudad en la que la música marca el pulso de la vida diaria.