Por oposición a la realidad, donde rigen principios causales, la literatura ni siquiera siente la obligación de aspirar necesariamente a lo verosímil. Quizás por ello hay textos tan disparatados que hacen de su extravagancia virtud. La niña verde, la única novela que publicó en vida el prolífico y sugerente pensador anarquista Herbert Read, constituye uno de esos especímenes llamados a perdurar a pesar del desenfreno de su imaginación.

Nabokov, que de tramas bizarras sabía un rato, para callar la boca a los detractores de sus audaces novelas argumentaba que toda urdimbre narrativa es, en realidad, una exigencia burguesa, absolutamente vana y despreciable, y que al verdadero escritor no debe importar lo más mínimo. Cualquier lector estará tentado de pensar que Read asumió sin saberlo la máxima del autor ruso cuando proyectó, en su aleph privado, esta fábula sobre un hombre que, huyendo de una juventud sin futuro en su idílico Yorkshire natal, levanta en la segunda mitad del siglo XIX los cimientos de un País de Jauja, la República de Roncador, más o menos ubicable en las extensiones de la Pampa austral, para regresar en el ocaso de la existencia a su paisaje íntimo y vivir una aventura increíble junto a unos seres de color verde que habitan en grutas submarinas y se dedican, grosso modo, a alcanzar la perfección intelectual mediante ejercicios meditativos, el goce de la música y la construcción de cristales.

Este apretado resumen, tan desconcertante sobre el papel, puede confundir, pero no debe desalentar a los lectores de esta obra excéntrica, pues si bien las dos primeras partes de La niña verde (la recreación del paraíso perdido y la peripecia política en el Estado ideal) no son literariamente memorables, ambas cobran sentido pleno en el tercer y extraordinario tramo de la novela, donde Read muestra sus cartas y nos enseña, bien a las claras, lo que las estancias precedentes han venido sugiriendo: la conversión de La niña verde en una fascinante alegoría platónica, en el sentido de constituirse, hasta donde yo conozco, como la más ambiciosa (y emocionante) estampa que la literatura de ficción se ha atrevido a proponer jamás del ideal del rey filósofo y de la filosofía como camino hacia la episteme, postulados sobre todo en el diálogo República, bajo la forma del sucesivo perfeccionamiento que el aspirante a la sabiduría debe satisfacer en un trayecto largo y penoso, cierto, pero sobrecogedoramente hermoso.

Todos los marbetes que podamos soñar cuadran a La niña verde: novela de aventuras, novela de formación, novela de ideas, novela fantástica, novela fáustica, novela gótica, novela juvenil, novela política. Por una vez, los adjetivos son tan importantes como el sustantivo que los precede, y lo iluminan e ilustran, sin por ello hacer que pierda un ápice de su vigor. Pues una novela es, y como tal merece ser leída, esta excursión a los rincones más fértiles de la imaginación de un hombre para quien «un sistema estético no implica forzosamente la belleza». Dicho queda para prevención de incautos.