«El arte es generoso, y quien observa será compensado, siempre». Esta hermosa promesa con hechuras de máxima -y que de hecho debería asumirse como tal- la formula Rebeca Menéndez (Avilés, 1976) en la conversación con Renata Caragliano que se incluye en el catálogo coeditado por la galería italiana Paola Verrengia, la coruñesa Ana Vilaseco y Espacio Líquido, de Gijón. No es una frase dicha en vacío: en ella, la artista avilesina resume su actitud ante quienes considera sus «padres, creativamente hablando». Y también, de paso, sugiere la mejor clave para acercarse a su propia obra, que recientemente ha expuesto en Siracusa y A Coruña, y que estos días exhibe en paralelo en la galería Espacio Líquido y en el certamen MadridFoto 2010, de la mano, nuevamente, de Ana Vilaseco.

En «Todo comienza por el fin del momento», la instalación que centra su nueva individual en Gijón y le da título, Rebeca Menéndez amplía las posibilidades de un trabajo de largo aliento al que viene siendo escrupulosamente fiel desde hace unos años. El proyecto aparece ligado de manera casi biográfica, a modo de obra en proceso, a la figura de una de sus primas, Gloria, a la que desde su niñez ha retratado de manera insistente -y cambiante, conforme a su propio crecimiento- en pulcras serigrafías sobre distintos soportes: papel, lienzo o fieltro.

A partir de ese emblemático personaje central y de un repertorio mínimo de elementos dispuestos sobre un vacío casi absoluto, la artista ha ido creando un repertorio de situaciones dramáticas en los que la constante es un «pathos» de suspense. Literalmente: de acción suspendida y de atención en suspenso, expectante, ante situaciones ambiguas en las que la inocencia parece permanentemente amenazada por ella misma. Una paradoja sólo aparente que se muestra duplicando la imagen de la niña, creándole un doble para que sea el mismo personaje el que represente los roles de principio activo y pasivo, malicia incitante y candor curioso, verdugo y víctima en piezas que le deben, declaradamente, su sentido del espacio vacío y el tiempo congelado a Vermeer o Velázquez, su nítida turbiedad moral a Balthus o Pasolini, su hierática puesta en escena a Juan Muñoz y su sentido de la intimidad como ámbito femenino y vulnerado a Louise Bourgeois o Aino Kannisto.

Una silla, una tijera, unas flores, un insondable agujero negro y, sobre todo, un hilo de lana rojo en el que se concentra todo el tenso discurso que atraviesa estos trabajos son los austeros elementos de atrezzo de los que Rebeca Menéndez se vale, a partir de ahí, para construir la sucesión de dramas instantáneos de un ciclo que, en honor a los viejos seriales cinematográficos, bien podría admitir el título de «Los peligros de Gloria»? Salvo que aquí jamás se muestra lo que sucede tras el «to be continued». El abismo negro seguirá siempre abierto; el hilo, a punto de ser cortado; la silla, inquietantemente inclinada, o la curiosidad a punto de intentar saciarse con aquello que posiblemente la consuma.

Esa estrategia para incitar el misterio y excitar las facultades interpretativas (esta vez, en otro sentido del término, del espectador) alcanza una nueva cota de abstracción y exigencia en «Todo comienza por el fin del momento». En primer lugar, los que ya han conocido a la protagonista la encontrarán crecida, cambiada, casi adolescente, envuelta en un vestido infantil que ya no connota necesariamente infancia. Y, además, ha desaparecido todo otro elemento: la instalación se presenta como un bucle infinito organizado en círculo en una sala cerrada en el que, en efecto, todo comienza por el fin, sin que comienzo y fin sean distinguibles el uno del otro. La única tensión proviene del contraste entre la pasividad reticente, defensiva y quizá algo impostada de una de las niñas, y el amago de actividad de la otra que esta vez sí sabemos adonde conduce: al inicio de nuevo, a la repetición, como en un «loop» eterno de dos movimientos, como en una secuencia de animación sólo en apariencia frustrada. El único añadido a la escenografía envolvente es el de un sonido de zapatos que insinúan el mismo movimiento iniciado e interrumpido, pero no van a ningún sitio.

Aquí, más que nunca, por decirlo con palabras de la propia autora, uno se siente «voyeur desmembrando la falsa quietud de lo representado»; pero el mirón ya no irrumpe en ningún juego peligroso ni sorprende ninguna situación límite, porque el juego sigue sin él y la situación, por definición, no tiene límite alguno.

Habrá que esperar a próximos trabajos de Rebeca Menéndez para saber si esto sigue siendo así también en el universo exterior respecto al universo cerrado de esta pieza. Quizá la respuesta la tenga la figura en fuga que ocupa, en trampantojo tridimensional, un muro de la sala externo a la instalación, a través del cual la niña parece intentar la huida, mientras uno de sus zapatos queda atrás: el cuento sigue. El hilo rojo que viene de lejos -de la tradición oral, de los viejos cuentos mitológicos, de la infancia-, también.

«Todo comienza por el fin del momento» se completa con una serie de fotografías en las que Rebeca Menéndez devuelve al espectador a la condición de testigo involuntario de momentos de extraña cotidianeidad: si en su ciclo de serigrafías las figuras generan entornos, en este son los entornos los que condicionan las figuras -jóvenes madonnas sin niño, escolares demasiado mayores para serlo, soñadoras, durmientes, lectoras- a través de interiores que parecen distorsionados por violentas presiones físicas o por rastros o anticipos de sucesos a los que no hemos asistido o no asistiremos porque -afirma la autora-, «si hubiera escapatoria sería otra de mis fotografías».