Todos los ingredientes que el autor -nacido en Argentina de padres asturianos- nos presenta sobre la mesa para cocinar luego esta novela hacen salivar a cualquier degustador de libros de aventuras, de guerras, de lealtades y traiciones, de amores románticos: de novelas del XIX, quiero decir. El heroico general José Francisco de San Martín y Matorras, que defendió con gloria los estandartes españoles en Bailén y contra los que cargó con igual ímpetu en el combate de San Lorenzo, ya en América; Cádiz en los comienzos del antepasado siglo, sus ilustrados, sus patriotas que defendían al rey Fernando y sus otros patriotas que, con certera visión, tanto dudaban sobre los propósitos de aquel nefasto monarca; las logias masónicas urdiendo conjuras, verdaderas muñidoras de la Historia; malos remalos como Alvear, héroes y villanos, amores ausentes, el triste final del caudillo en el exilio francés, la guerra entre las ideas de la Revolución Francesa y el casticismo de la España profunda, conservada en salmuera y sacristía... Incluso, para el lector asturiano sobre todo, ahí está el fascinante don Alejandro Aguado, riquísimo banquero (pleonasmo), que pasa en decisivas puntillas por estas páginas, que muere entre Gijón y Oviedo. Nada, pues, que no permita disfrutar de unas cuantas horas de lectura amena, intrigante y muy sugestiva. Así, estoy seguro, la verán muchos lectores y no saben ustedes lo bien que me parece.

Además, la tesis central -pues quizá se trate más de una «novela de tesis» que de una de hazañas bélicas, a pesar del acaso demasiado esmero descriptivo de armas y otros arreos militares- es plausible: San Martín fue un hombre íntegro que no se movió de su sitio ideológico; por encima de la idea de patria sin más, acogía el pensamiento de que la libertad es la verdadera patria, pues sin ella nada hay. Que haya defendido a España frente al francés y a las colonias, más tarde, frente a España es sólo contradicción en apariencia, pues en uno y otro caso luchaba por la libertad. Una libertad coartada, en el primer caso, por la invasión extranjera; una libertad ahogada, en el segundo, por el absolutismo fernandino. De ahí que esas dos batallas simétricas, la jienense y la santafecina, las protagonice el mismo hombre en esencia, el mismo San Martín esencial -o sea, el libertador-, a quien los avatares existenciales sólo en apariencia le mueven de lugar. De modo que así la verán también muchos lectores, y nada hay que objetar a los que disfrutan viendo cómo se desarrolla una tesis en medio de los fragores bélicos.

Bastan estas dos razones, claro, para recomendar La logia de Cádiz, pero me traicionaría a mí mismo, acaso por la influencia de mi doble tocayo San Martín, si aquí pusiese el punto final. Y es que debo añadir una incomodidad que me irritó una miaja al degustar este plato con tan buenas perspectivas previas. Habría disfrutado mucho más si el narrador no hubiese «dictado» tanto la novela, no nos hubiese dicho lo que teníamos que ver, oír y pensar sobre la acción y sus personajes. Me gusta formarme mi opinión sobre los actores viendo cómo actúan, no necesito de un lazarillo narrador que una y otra vez me lleva de la mano, diciéndome lo que hay y no dejándome sentir lo que hay. Más mostrar, menos aconsejar, pero mucho menos dictar.