FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

«No escribas nunca por dinero», le aconsejó su padre a Gay Talese (Ocean City, costa este de EE. UU., 1932). Trajes no le iban a faltar, desde luego: venía de familia de sastres. Véanlo en la foto de portada: peripuesto como su colega Tom Wolfe, quien afirmó, por cierto, que «Joe Louis: el rey en su madurez», reportaje incluido en esta antología, bien podría considerarse el emblema del «Nuevo periodismo», esa mezcla de ficción y no ficción, de literatura y crónica, que surgió en los 60 del XX y tuvo en A sangre fría de Truman Capote el ejemplo tan seguido. Pero le repele un tanto a Talese que lo consideren adscrito a esa tendencia. Prefiere llamar a lo que escribe «literatura de la realidad», literatura sobre héroes anónimos o grandes tipos lejos de su momento más glorioso. La aprendió sin salir del taller de su casa: «Mi tratamiento de la investigación y del relato se había desarrollado a partir de la tienda de la familia, teniendo ante todo como foco e inspiración las imágenes y sonidos de esas personas mayores que veía interactuar allí todos los días como los personajes de una obra victoriana».

«No escribas nunca por dinero» y aprende a escuchar. «Aprendí a escuchar –dice Talese– con paciencia y cuidado y a no interrumpir nunca, ni siquiera cuando las personas parecían encontrarse en grandes apuros para darse a entender, ya que en esos momentos de titubeos y vaguedad (enseñanza que obtuve de las habilidades para prestar oído de mi paciente madre) la gente suele ser muy reveladora: lo que vacilan en contar puede ser muy diciente. Sus pausas, sus evasivas, sus cambios de tema repentinos son probables indicadores de lo que los avergüenza, o los molesta, o de lo que consideran demasiado íntimo o imprudente como para dejárselo saber a otra persona en ese determinado momento». Con tan afiladas armas, con tanta suavidad, leer Retratos y encuentros, leer a casi todo Talese, es una gozada, un gusto, un relamerse a cada párrafo, un correr hacia el siguiente a sabiendas de que no faltará una perla con la que toparse.

Aunque sea «Frank Sinatra está resfriado» quizá el más célebre de sus reportajes (y es una obra maestra: ese constipado de «La Voz», de «El Hombre», antes de una grabación, como motor para retratar a todo el personaje, a su entorno mafioso sin hablar de mafia, a su pasado, a su familia...), no faltan otras cumbres en este libro. Acaso debamos pasar un poco de largo sobre los últimos cuatro artículos, a no ser que nos guste el Talese más personal, más opinante: «El cigarro es cada vez menos un placer portátil; y, en mi opinión, éste es apenas uno de los síntomas de los crecientes neopuritanismo y negativismo que tienen sofocada a la nación con sus códigos de corrección, han conducido a una mayor desconfianza entre los sexos y finalmente han reducido, en nombre de la salud, la virtud y la equidad, las opciones y los placeres que, en cantidades moderadas, antaño eran generalmente tenidos por naturales y normales». Pero no muy de largo, pues el episodio de las costuras en las rodillas de los pantalones que se cuenta en «Los sastres valientes de Maida» es un paradigma de cómo hacer de la necesidad virtud y un regalo para los amantes de las anécdotas, anécdotas jugosísimas que también se sirven en «Nueva York, ciudad de las cosas inadvertidas».

Y es que quizá sea ése el punto de Talese: fijarse en lo inadvertido por el común. Consideremos «El perdedor» (genial, genial): se apunta el objetivo hacia un Floyd Patterson derrotado por KO, pero no cuando baja del ring, sino cuando pilota un avión y se le va la especie recordando su nuevo fracaso; la esencia inadvertida de ese gran púgil desgraciado la ve Talese en sus patillas postizas y las gafas que siempre lleva en un maletín, para ocultarse de quienes teme le reprochen que sea un cobarde; no lo enfoca como un campeón: lo centra durante un viaje errático, alucinado, por Madrid. Ve Talese lo inadvertido en Joe Di Maggio, ya a los 51; en el mundo de «Vogue»; en París a través de Hemingway. Talese nos hace «estar» en la recepción que Fidel Castro brinda a Muhammad Alí en La Habana, «sentimos» el mutismo del campeón ya tan enfermo, «sufrimos» al dictador sobreactuando, «respiramos» el tono frío de la velada. Para que no falte de nada en esta deliciosa antología, ahí tenemos «Don malas noticias», un retrato conmovedor e hilarante de Alden Whitman, el escritor de obituarios en prensa.

«No escribas nunca por dinero», aprende a escuchar y emplea el estilo que exija lo que cuentas. Cuando vuela a Irlanda con Peter O´Toole, sabe que la mente del actor funciona como una metralleta imposible de detener, atropellada, unida sólo por comas, podríamos decir: «Todavía podía desquiciarse o ponerse autodestructivo, y los psiquiatras no habían servido de nada. Sólo sabía que su interior, borboteando en la fragua de su alma, había confusión y conflicto, y a ambas cosas probablemente debía su talento, su rebelión, su destierro, su culpa. Todo ello se relacionaba de algún modo con Irlanda y la Iglesia; con que hubiera destruido tantos coches, a tal punto que le habían quitado el permiso; con sus marchas en los desfiles contra la Bomba, con su obsesión por Lawrence de Arabia, con su odio a los policías, al alambre de púas y a las chicas que se afeitan las axilas; con que fuese un esteta, un apostador a los caballos, un antiguo monaguillo, un bebedor que ahora vaga de noche por las calles comprando el mismo libro (»Mi vida está invadida de ejemplares de Moby Dick») y leyendo el mismo sermón en ese libro (»y si obedecemos a Dios tenemos que desobedecernos a nosotros mismos»); con ser dulce, generoso, sensible, pero receloso (»Estás hablando con el hijo de un corredor de apuestas irlandés: ¡no podrías estafarme!»); con la devoción por su mujer, la lealtad con sus amigos, la gran preocupación por la visión incierta de su hija de tres años, que ahora usa unas gafas muy gruesas (»¡Papi, Papi! ¡Me rompí los ojos!» «No llores, Kate, no llores: te compraremos un par nuevo»); con el genio dramático que conmueve igualmente cuando hace pantomima o representa a Hamlet; con una rabia que puede ser repentina (»¿Por qué habría de contarle a usted la verdad? Quién se cree, ¿Bertrand Russell?»), con una rabia que se amaina pronto...» Este flujo imparable de la mente de O´Toole sólo puede contarse así. Qué grande Gay Talese, qué delicia de libro.