Aunque su obra no formase parte de la exposición colectiva que el pasado julio inauguró la galería Adriana Suárez, la presencia de Benjamín Menéndez (Avilés, 1963) ha quedado vinculada desde el primer minuto a la andadura de la nueva sala gijonesa, que añade un eslabón a la dinastía profesional iniciada hace medio siglo en la histórica galería Altamira por su padre, Eduardo Suárez. Una escultura de Menéndez, prototipo de la monumental pieza de arte público que emblematiza la regeneración de la ría avilesina, hace brotar su inconfundible tríada de conos en el patio de vecinos que la galería ha incorporado como un espacio más a su recepción. Y, en este caso, sirve también de preámbulo a la primera individual programada por la nueva galería, instalada en una luminosa primera planta que se abre a lo largo de la fachada de uno de los edificios de la plaza del Parchís.

Es una de esas configuraciones que marcan el carácter de una galería, y que desde el principio dan la medida de una serie de posibilidades expositivas. En este caso, la compartimentación en tres espacios independientes de «Al rojo vivo» -título elegido por Menéndez para la muestra- reviste el repaso de obras reunidas para la ocasión de un carácter de experiencia a la vez una y trina. Porque, a pesar de que todas ellas forman parte de un mismo periodo creativo, en torno a 2008, muestran y aíslan en espacios bien diferenciados facetas distintas de un creador que se mueve constantemente entre la escultura, la pintura y la instalación, y que alterna la cerámica con el metal, los collages con el pincel o el vertido y la intervención en espacios públicos con el interés por la arqueología industrial o la etnografía.

El elemento que da unidad a la exposición es el fuego al que alude su título. Un fuego simbólico -el de la luz, transformada en vibración de vivos colores que incendia la totalidad de las piezas con todas las gamas del rojo- y un fuego real, pero no presente: el que permite la cocción de cerámicas como las que componen el primero de los tres espacios de la muestra: una instalación titulada «Manifestación» en la que Menéndez insiste, como ya lo hiciera en «Recursos humanos», en la evocación de figuras humanas mediante grupos de sus característicos conos. En este caso, las formas cerámicas revestidas de papeles que recuerdan el colorido de las telas africanas se organizan en una espiral que parece alejarse, y que evoca -cargado de connotaciones míticas, pero también sociales-, los grandes éxodos de grupos humanos.

Un segundo grupo de obras, de carácter mucho más intimista, intentan capturar un fuego demorado: el de la luz mediterránea. Arquitecturas ibicencas o africanas, marinas, puestas de sol y abstracciones basadas en motivos textiles que se desprenden del cuaderno y cobran una entidad casi escultórica merced a su disposición en la sala con claro espíritu de instalación.

Cierra el tríptico la serie que da título a la muestra, un conjunto de ocho tablas de formatos medianos y grandes en los que conviven -siempre bajo la intensidad común del calor- los papeles coloreados, las telas pegadas, el trabajo con el rodillo y los vertidos, en composiciones donde lo constructivo y lo geométrico se diluyen en un baño de aleatoriedad y lirismo.