Elegía, el primer libro que se publica en España de la norteamericana Mary Jo Bang (1946), recibió en 2007 el prestigioso premio de los críticos estadounidenses. El poemario es el relato del duelo por la muerte del hijo de la autora, Michael, y, en consecuencia, un diario de ese dolor y del vacío que deja la pérdida que lo causa, que los poemas tratan de llenar sin conseguirlo aunque, a la vez, constituyan una suerte de reparación, dado que su propósito es reconstruir la memoria de una vida que se ha ido y, paralelamente, mantener erguida la que sigue aquí. El dolor permanece en quien vive, es decir, en quien sufre, pero permite que florezca la poesía de quien escribe: es la emoción estética del dolor, la conversión del dolor en cosas que demandaba Rilke, no el regodeo sádico a cuenta de la ausencia. Prueba de ello es que en Elegía no queda rastro alguno (o muy poco) de la intención terapéutica con la que es de suponer que nacieron los poemas. Aunque eso quizá sea mucho suponer: Bang tenía cuatro libros publicados cuando su hijo falleció por sobredosis, y lo único que seguramente hizo después fue plegarse a los dictados de su nuevo tema, acosada como cualquier madre, eso sí, por la culpabilidad de no haber podido evitar una pérdida tan devastadora. «Cómo he podido fallarte así. / (?) Cómo puede ser / que esto no signifique nada para nadie que no sea yo».

Para dar cumplida cuenta de su dolor pero seguir siendo poeta (y no psicóloga clínica), Bang emplea sobre todo tres recursos: la imagen, los sintagmas de calificativo abstracto y el distanciamiento, que opera a través de unos indeterminados «él» y «ella». Pero también le son muy útiles una sintaxis tirando a descoyuntada y unos encabalgamientos que más que hacer brincar los versos parece que los arrojan al abismo. Todo para evitar que el poema se quede en simple testimonio, en lamento, «atrapada como estoy», reconoce en «Clausura», «en este echarte de menos». Esto es lo que dice la madre, pero la poeta escribe a continuación: «Por supuesto, las lágrimas / son sólo un aspecto / de la escenografía del dolor. La lengua / de los antepasados lamentando la partida / de alguno o de muchos». Esa «lengua de los antepasados» es la lengua en la que otros antes que ella cantaron sus pérdidas, la lengua de la tradición poética y, dentro de ésta, de la elegía fúnebre. Pero Bang se resiste a caer en la tentación de dolerse con un lenguaje codificado, y por eso su trabajo puede ir despegándose poco a poco del impacto de la conmoción para centrarse en la descripción del vacío, de su vacío: «El exterior entra / por la ventana, o yo voy hacia la puerta: / nada le ocurre / a la ceniza en su urna».

Bang hace acopio de léxico fúnebre, pero su tono no lo es casi nunca. La suya, como dice en el prólogo el traductor del poemario, el asturiano Jaime Priede, citando a Deleuze, es una poesía que quiere dar vida «donde ya no la hay», trazando «líneas de fuga a través de la memoria y del impulso de la imaginación», con «un lenguaje que no es un sistema homogéneo sino un sistema desequilibrado, siempre heterogéneo». No le falta razón a Priede, porque la vida que insufla Bang, además de no ser de carne y hueso, es hija de la desolación y el desamparo, del tiempo abolido por una catástrofe personal (el tiempo que es todos los tiempos y ninguno), y, por lo tanto, no puede aspirar más que a la reconstrucción fragmentaria, al monumento funerario hecho de piezas desiguales, imperfectas, taradas: «El cordón policial despegado. Todo / como tú lo dejaste. En y encima y debajo. // (?) Y ahora, ¿cómo / resolvemos este lío?».

«No hay un lenguaje / único para el tiempo», dice al principio de «Se acuerda de su sombrero», en un intento de justificar la alternancia pasado-presente que da cuerpo al libro e informa de su triple propósito: rendir homenaje (a «él») y seguir viva («ella»), pero, sobre todo, escribir poesía, porque «ahora sólo / eres un aspecto / de mi cerebro». Junto con las potentes imágenes («el amanecer que se acerca con su plaga de bombillas», «una línea de dientes de diez edificios»), «Elegía» destaca por sus marcadas yuxtaposiciones (casi fusiones) temporales, con un tiempo, el del presente, el del dolor y el vacío que ella experimenta, que se adhiere constantemente al otro, el de la vida que compartió con él, a su vez desdoblado en el de su infancia, sus objetos personales, sus juguetes, y el de su enfermedad (la depresión) y su muerte: «La mente sigue dando vueltas / con la botella taponada, las píldoras / por el suelo, el plato roto / por el suelo, el rostro dormido / en el canastillo de tu primer mes».

Priede, que firma una traducción muy ajustada al original, pues preserva toda su extrañeza (para el oído español) y su aspereza sintáctica, afirma que «Elegía» es «una pequeña obra de arte». No se puede decir lo mismo de muchos libros, pero sí de este, porque Bang se ha capacitado a sí misma para hacer brotar de su sufrimiento un caudal de emociones del que no obtenemos consuelo o enseñanza afectiva (salvo la de amar a nuestros hijos), sino placer estético (deleite rítmico, proyecciones imaginativas) y empuje para vivir, lo que indica hasta qué punto logró ella distanciarse de su dolor (sin olvidarlo, paradoja) para poder describírnoslo.

Bartleby, 127 páginas