Revolución. 1794. Terror. Padre. Madre. Amor. Belleza. Francia. Pintura. Historia. Literatura. Estas once palabras son como once conjuros que el gran Pierre Michon, en mi opinión el mayor escritor europeo vivo, convoca en su última obra, Los Once, servida en Anagrama con su acostumbrada excelencia por María Teresa Gallego Urrutia, maestra de traductores.

Un cuadro y un pintor tan inexistentes como plausibles sirven al genio cada vez menos secreto de las letras francesas para tejer un fascinante relato sobre la relación entre arte y política, sobre la gloria de aquél y la miseria de ésta, sobre la ruina de aquél y el esplendor de ésta. Magnífico trampantojo, diálogo febril entre la imaginación del escritor y la crudeza de la Historia, eterno retorno al corazón de su durísima Creuse natal, «Los Once» es una excursión al filo de la prosa religiosa y aplastante de Michon, una prosa que embriaga sin remedio y cuya consulta asidua explica por qué razón los libros del autor de «Vidas minúsculas» son necesariamente breves: ningún talento soportaría el reto del párrafo y la página más allá de cierto límite. También aquí, como en otras estancias de la estética, el esfuerzo traza sus fronteras.

Hombre de cultura en el sentido más amplio y noble del término, Michon había escrito hasta la fecha acerca de Rimbaud y los abades que soñaron Mont Saint Michel, acerca de su devoción por Faulkner y Beckett, acerca de Claudio de Lorena, Van Gogh, Piero della Francesca, Goya y Watteau, acerca del ridículo emperador Prisco Atalo y la defunción de la idea de Roma, así que no debe sorprender que, en la cumbre de su carrera literaria, conduzca su mirada hacia uno de los momentos más fascinantes de la Historia Moderna: el terror posterior a la Revolución Francesa y sus secuelas, ese instante de pura algarabía en que, derrotado el Antiguo Régimen y caídos sus baluartes materiales y espirituales, la humanidad soñó, al fin, con un horizonte de inmanencia y justicia social. Que el ideal se enfangara más tarde en un mar de sangre y cabezas cortadas, constituye, aún hoy, uno de los momentos álgidos en la historia de la paradoja humana, y uno de los veneros fundamentales para una reflexión en torno a las relaciones entre el poder y la locura o, si se quiere, entre el deseo y la Realpolitik. No en vano, el camino que conduce de la toma de La Bastilla a Carlos X, pasando por madame Guillotine y Napoleón, sigue siendo uno de los episodios más abracadabrantes de la aventura humana.

De ese modo, entrando heterodoxamente en las aguas de la novela histórica, Michon visita aquí el reverso de la trama y se atreve a fabular poniendo un pie donde las crónicas no llegan o, en el mejor de los casos, donde suspenden el juicio. Pero es privilegio del artista escribir lo que no se vivió. Si además, como es el caso, uno ha hecho suyo el verbo de los ángeles, sólo queda quitarse el sombrero.