En la maleta de Marc Fumaroli (Marsella, 1932) viaja Baudelaire. Y con él la cultura escrita en mayúsculas, empezando por las imágenes parisinas que glorificó el autor de Las flores del mal. Para Fumaroli, académico de la lengua francesa, catedrático de la Sorbona y profesor del Collège de France, el arte no es algo efímero, producto de la moda o de la opinión caprichosa de un periodista inquieto. La inversión de los valores ha hecho que las cosas se vuelvan terriblemente cómicas, según él, hasta el punto de comparar a Andy Warhol con Miguel Ángel y las latas de sopas Campbell con el David. Su conclusión es que el arte contemporáneo no puede considerarse arte, sino un entretenimiento para millonarios ociosos dispuestos a dejarse seducir por la horrorosa contaminación visual que nos invade bajo el señuelo de la modernidad y la excusa del anticonvencionalismo.

Siempre ha habido ricos que han invertido en arte, los Medici, en Florencia, los Chigi, de Roma, pero nunca se había dado una perversión como la actual del concepto. Fumaroli cuenta cómo los millonarios que persiguen los signos externos de riqueza, igual que los tontos caminan detrás de la banda de música, ya no escogen un Delacroix o un Tiziano para presumir delante de los amigos, sino que se dejan aconsejar por avispados galeristas que les venden los cacharros más sofisticados, una lata de conservas o un tiburón dentro de un tanque lleno de formol. Es el arte espectáculo promovido para divertirse en un rato, de manera vacua y muchas veces vulgar. Todo vale y todo encaja dentro de la deriva contemporánea e incluye la sensación de que a uno le estén tomando el pelo.

Warhol es para Marc Fumaroli en el dietario París-Nueva York-París, su reciente libro, el prototipo de hombre universal del bluff, que ha ocupado durante años el escaparate, la publicidad, el look comercial y la moda, sin un gramo de ingenio, con su «cara de clown lunar, su coloreada peluca de erizo y su silueta de eterno adolescente, indiferente y linfático»: un «conde Drácula, fatigado y glacial del arte». Escribe Fumaroli que las «flores del mal» del decadentismo y del modernismo de todos los tiempos -los Algernon Swinburne, los Jean Cocteau, los Salvador Dalí, etcétera- son modelos de elegancia moral, de refinamiento del gusto y de modernidad comparados con el «frágil zombi» de Pittsburgh. Incluso Marcel Duchamp, «sobre todo Marcel Duchamp», jamás hubiera querido tener nada que ver con semejante payaso. Más allá de la picadora con que tritura a Warhol y a otros embaucadores, París-Nueva York-París es un viaje fascinante por el mundo de la cultura y, como se ha venido diciendo, un panfleto cargado de deslumbrante inteligencia. Le reservo en la librería un lugar al lado de La derrota del pensamiento, el apasionado alegato que Alan Finkielkraut firmó en la década de los ochenta contra el conformismo cultural posmoderno y reeditado en 2004 en España por Anagrama.

Fumaroli, a su vez, ya había arremetido contra la política cultural francesa, cómplice de este tipo de contaminación visual, en El Estado cultural (Acantilado, 2007), un libro que desató un encendido debate en la sociedad bajo el todopoderoso ministro Jack Lang, a quien acusó, entre otras cosas, de alabar el apego de los franceses a su patrimonio arquitectónico y patrocinar, al mismo tiempo, la imitación servil en Francia de los últimos hallazgos del «show business». «Una serie de "culturas", bajo el nombre genérico de cultura, instalan la segmentación en medio del Gobierno. Y esa cultura de la dispersión y de la coyuntura trabaja para reemplazar la civilización francesa...», escribió (página 41).

Al encendido y brillante polemista sus detractores lo tienen encasillado en el papel de reaccionario y él la descalificación la toma en el sentido exacto del vocablo: el que sirve para definir al que no cree automáticamente que todo lo nuevo es bueno y a veces le da por sospechar lo contrario. No en el que el razonamiento lechuguino asigna al retrógrado que pisotea al proletariado. La palabra réactionnaire procede, a fin de cuentas, de la Revolución Francesa: de los partidarios de cortar cabezas que llamaban reaccionarios a los que querían conservarlas y, como resulta fácil de comprender, reaccionaban contra ello.