El mundo de la ópera ha perdido esta semana a una de sus más egregias representantes, la soprano australiana Joan Sutherland, nombre imprescindible para entender la evolución del género en la segunda mitad del siglo XX. Nacida en Sidney en 1926, desaparece con su muerte una pieza clave de la edad de áurea del canto, que tiene su epicentro en las décadas posteriores al fin de la II Guerra Mundial. Eclosiona en ese período un número espectacular de intérpretes de altísima calidad que consiguen dar un empujón a un ámbito con serios problemas para mantener su vigencia y hegemonía dentro de las artes escénicas.

Sutherland, que debuta profesionalmente a comienzos de la década de los cincuenta, da sus primeros pasos con pequeños papeles al lado de figuras ya entonces en su apogeo como María Callas, para ir poco a poco afianzándose en los teatros más relevantes, asentando el repertorio que la va a convertir en una celebridad. Títulos como Lucia di Lammermoor de Donizetti, Beatrice di Tenda de Bellini (su primer gran triunfo en la Scala de Milán en 1961), La Sonnambula o La Traviata van a cimentar una carrera que se extenderá a los grandes centros líricos internacionales, convirtiéndose en una de las voces de referencia, sobre todo en el campo del bel canto romántico. Aquí fue imbatible y sus grabaciones y constantes trabajos con nombres como Luciano Pavarotti, Marilyn Horne y tantos otros compañeros ilustres de su generación comenzaron a cimentar una leyenda en torno a la que sería una voz ideal para encarnar a las grandes heroínas del romanticismo operístico. Sutherland aportaba al repertorio belcantista una materia prima vocal fabulosa, técnica de seguridad absoluta y un virtuosismo que dejaba ver una coloratura fantásticamente expresada. Todo ello, junto a una interpretación de raza, se superponía a uno de sus escasos defectos, la debilidad en la dicción del texto, que quedaba atrás frente a la belleza de un sonido envolvente hasta la fascinación.

Fue la soprano italiana una de las que supo sacar del atolladero la interpretación belcantista, un tanto arrinconada frente a estilos de mayor peso en ese momento. La reivindicó con tales niveles de calidad que contribuyó a asentarla de manera firme en las carteleras de los teatros. Fue capaz de sacar a primer plano la calidad de unos títulos que, en manos de directores musicales y cantantes mediocres, estaban siendo cuestionados de manera constante (es a ella a una de las que más se le debe el renacimiento de autores como Donizetti o Bellini). Casada con el pianista y director de orquesta Richard Bonynge, formaron una pareja imbatible en los escenarios y él fue una figura clave para impulsar su carrera discográfica y en el trabajo de recuperar obras olvidadas a las que ella volvió a dar vida.

La suya fue una carrera sin prisas -¡qué tiempos aquellos y qué contraste con los de hoy!-, hecha de manera pautada y con gran inteligencia. Se retiró de los escenarios en 1990, de una manera muy discreta, y siguió, en años siguientes, formando parte de algunos jurados de concursos de canto y, también, ayudando a muchas jóvenes promesas, siempre desde un segundo plano total, huyendo de cualquier protagonismo. No lo necesitaba. Su carrera fue honesta y tuvo legión de seguidores tanto entre los que tuvieron la oportunidad de disfrutar en vivo de sus interpretaciones como la multitud que podrá siempre escucharla a través de las grabaciones. Su marcha es otro signo más de una forma de ver y entender la ópera cada vez más lejana. El género, como la propia vida, va cambiando con el transcurso de los años, unas veces con más rapidez otras de forma pausada. Cada época deja impreso su legado en la larga historia de una de las grandes expresiones culturales del género humano: el drama cantado. Sutherland es ya historia y leyenda del mismo.