La pregunta sobre la singularidad de lo humano recorre buena parte de la filosofía y de la ciencia. Más que una pregunta podría decirse que es «la pregunta», la decisiva e insoslayable para conocernos a nosotros mismos. Aceptado el peso de la biología en lo que somos, reconocida nuestra inocultable animalidad, el afán de determinar qué es lo que nos desmarca del resto del reino natural al que pertenecemos resulta crucial tanto en la historia del pensamiento como en la investigación sobre cómo hemos llegado a convertirnos en ese ser autoconvencido de su infinita capacidad de dominio sobre lo que existe.

La neurofisiología se ha mostrado en la última década, a medida que las nuevas técnicas de investigación ampliaban el conocimiento sobre el cerebro, como un ámbito pujante en el empeño de desentrañar nuestra especificidad. Ejemplo de ello son dos libros recientes, el primero de Antonio Damasio, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2005, quien en Y el cerebro creó al hombre detalla «cómo el cerebro construye una mente» y «cómo el cerebro hace que esa mente sea consciente». Porque es esa consciencia reside el ser humano. Y «la cuestión de la conciencia ha sido en cierto modo el santo grial de la neurociencia», como reconoce otro neurocientífico, Michael S. Gazzaniga en ¿Qué nos hace humanos?, un libro que bajo el inequívoco subtítulo de «La explicación científica de nuestra singularidad como especie», está animado por el mismo interés en despiezar nuestra especificidad. La empresa quizá desborde todavía las actuales posibilidades del conocimiento. «Entender la emergencia de un "yo" a partir de una cerebro físico es un colosal desafío para la ciencia contemporánea, probablemente el más difícil e todos, junto a los grandes engimas de la biología y la física», resume Julio González Álvarez en Breve historia del cerebro, una exposición de los avances del saber sobre ese kilo y medio de masa cerebral en el que se asienta lo humano.

La autoestima individual puede quedar por lo suelos al asumir que ese «yo» exclusivo que exhibimos más que el resultado de alguna sublime condición, indescifrable para la ciencia y de naturaleza cuasidivina, tiene unos componentes biológicos cada vez más definidos. El «yo» es una construcción de nuestro cerebro, sostiene la neurofisiología, con discrepancias sobre cómo se levanta ese edificio personal que cada uno presume irrepetible, y que lo es en su resultado final, pero no así en el proceso previo, asentado sobre pautas comunes de la especie progresivamente visibles.

«El cerebro es un dispositivo que ha emergido a los largo de millones de años de evolución para generar representaciones del medio que le rodea», expone Julio González Álvarez, profesor de la Universitat Jaume I de Castellón, como introducción a la afirmación de Damasio de que el «fundamento biológico del sentido del yo se halla en los mecanismos cerebrales que representan, instante a instante, la continuidad del mismo organismo». No hay, por tanto, «yo» sin cerebro. O como afirma otro de los neurofisiólogos de vanguardia, Rodolfo Llinás, «los seres humanos no tenemos cerebro. Somos nuestro cerebro», lo que explicaría la deshumanización de tanto descerebrado. De una forma más radical, Llinás -colombiano nacionalizado norteamericano que a sus 76 años sigue ejerciendo como catedrático de neurociencia en la Universidad de Nueva York- sostiene que «el yo es un estado funcional del cerebro y nada más, ni nada menos». Un «yo» constitutivo de la mente humana y cuya emergencia «cambió el juego de la vida», en palabras de Damasio. porque cerebros hay muchos pero ninguno con la consciencia de sí mismo que tiene el nuestro.

«El yo es una estructura cognosctiva, no una entidad mística». sentencia Michael S. Gazzaniga, director del Centro para el estudio de la mente de la Universidad de California, en ¿Qué nos hace humanos?. «La ciencia está empezando a construir un modelo de los que sucede en nuestro cerebro y en el de otras especies» porque «cada especie tiene unas facultades somatosensoriales y motoras específicas que determinan su manera exclusiva de percibir el mundo y de moverse en él», expone este neurocientífico en un libro capaz de integrar de una manera inteligible para el lector no especializado los progresos en distintos ámbitos de las ciencias del cerebro y del comportamiento humanos. Es el principio de un larga andadura en la que «los seres humanos están empezando a comprender sus capacidades» aunque, a su juicio, «es dudoso que tengamos la capacidad cerebral necesaria para asimilar toda la información que se está reuniendo». O, dicho de otra manera, la primera limitación para conocer la mente humana es la propia mente humana.

Gazzaniga indaga sobre todo aquello que, a primera vista, nos distingue como especie. Tenemos una compleja vida social que ha modelado nuestro cerebro, por lo que «la comprensión de lo que significa ser social es fundamental para entender la condición humana». La moral que nos eleva por encima de otros animales está anclada en nuestra naturaleza y «a medida que vayamos desgranando la neurobiología de la conducta moral, veremos que parte de nuestra repugnancia ante el asesinato, el robo, el incesto y docenas de otras acciones es resultado de nuestra biología natural». Y en el mismo proceso de desmitificación establece que lo que hay de excepcional en el arte procede de un cierto cambio de conectividad neuronal que «nos ha llevado a escindir lo real y lo imaginario» por lo que, pese a que «la creación artística es nueva en el mundo animal», «estamos descubriendo que esta contribución exclusivamente humana está sólidamente basada en nuestra biología». La disposición a elaborar conceptos sobre «cosas imperceptibles y que intentan explicar un efecto a partir de algo que lo ha causado» constituye «la piedra angular de la ciencia» y de su envés, «los mitos y la pseudocienci». Y existen otras capacidades exclusivas: «Los seres humanos son los únicos animales que pueden estimularse a sí mismos». Distintos, en definitiva, pero a la vez igualados por la biología común en procesos que tendemos a considerar ajenos a lo fisiológico para atribuirlos a una condición que nos eleva muy por encima de la naturaleza. Sublimes quizá, pero no tanto.