Por cruel que sea el destino soñado para sus personajes, en todo novelista sobrevive un poso de afecto hacia sus creaciones. Es algo que da la familiaridad, el tiempo compartido e incluso me atrevería a decir que cierto escrúpulo al que la superstición no resulta del todo ajena. En el descenso a los infiernos siempre brilla un punto de luz, un saliente al que agarrarse en las debacles, un topónimo reconocible en el mapa de la desolación. Incluso en una novela tan atroz como La carretera, de Cormac McCarthy, el escritor, en la memorable escena final de la trucha, regala al niño protagonista un futuro en medio del apocalipsis. Hay un camino. Arduo, oscuro, difícil, pero camino al fin y al cabo. Y los caminos son siempre transitables.

Si cito aquí a McCarthy es porque la crítica anglosajona ha detectado un aire de familia entre su última obra maestra y Sukkwan Island, el primer libro de David Vann aparecido en España. Sin embargo, a este lector le parece que Vann va más allá que McCarthy y dobla el Cabo de lo Malo para penetrar, serena pero implacablemente, en el Mar de lo Peor. De hecho, no es sencillo digerir el final de esta potentísima obra sin sentir que nos hallamos ante una obra impía. Y la impiedad sí que resulta intransitable.

Nada detesto tanto como las críticas que me atrevo a denominar «positivistas». Me refiero a las que no sólo cuentan el argumento del libro, sino también su peripecia: qué pasó, a quién y por qué razones. En el caso que nos ocupa, sería un auténtico pecado contar qué sucede en Sukkwan Island, porque la novela tiene dos clímax tan radicales e inesperados que su simple mención desmontaría la fascinación de la lectura. Sí podemos, grosso modo, advertir que estamos ante un texto vertebrado en torno al inagotable tema de las relaciones entre padres e hijos, tema aquí llevado hasta sus últimas consecuencias físicas, afectivas e intelectuales, a lo cual no resulta ajeno el marco en el que gran parte de la acción se desarrolla, una isla del sur de Alaska.

Platón colocó en el frontispicio de su Academia el célebre rótulo «Nadie entre aquí sin saber geometría». En el frontispicio de la novela de Vann no desentonaría un cartel que rezara «Nadie entre aquí si confía en la esperanza». Más de un lector dirá que no están los tiempos para libros tan implacables. Es posible. Pero sólo se me ocurre responder que nadie, a día presente, ha probado la existencia de una relación plausible entre felicidad y literatura. Desconozco por qué la gran literatura suele ser triste, desencantada y dolorosa. La hipótesis más razonable es que ello sucede porque también la vida es triste, desencantada y dolorosa. Sólo sé que esta obra de Vann, tan terrible que duele, irrumpe, con todos los merecimientos, en la Academia de la literatura a través de la aceptación de la desesperanza. Advertido queda quien lea estas líneas. Para lo bueno y para lo malo.