El Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia lleva, desde su apertura, una política de programación muy ecléctica que está generando interés no sólo en España sino también fuera de nuestras fronteras. El mastodóntico y original edificio diseñado por Santiago Calatrava ha conseguido en un tiempo record personalidad propia que lo ha ubicado como una de las referencias ineludibles en España para asistir a representaciones líricas de muy alta calidad. En este sentido, días atrás, incidía Guillermo García-Alcalde en LA NUEVA ESPAÑA sobre la necesidad de presenciar la oferta valenciana para ver por dónde se mueve el mundo de la ópera.

La intendente del teatro, Helga Schmidt ha tenido un acierto esencial que ha catapultado los resultados globales a parámetros de calidad que en España cuesta apreciar en otros teatros. El coro, y muy especialmente, la orquesta son dos formaciones de un nivel de excelencia único en nuestro país. Es decir, los cuerpos estables aportan calidad estratosférica y esto marca la diferencia porque el punto de partida de cada proyecto es muy alto. La Orquesta de la Comunidad Valenciana es una formación homologable a las que están en el foso de los teatros europeos de mayor importancia y, con Lorin Maazel al frente sus prestaciones son fantásticas. Se ha podido apreciar en la Aida de Verdi que abrió temporada con un Maazel que apostó por una versión pausada, recreándose en la deliciosa musicalidad verdiana, propiciando un acercamiento a la partitura muy personal, ajeno a los estereotipos.

No se buscó en esta Aida valenciana una producción al uso. Colaborando con el Covent Garden de Londres y la Ópera de Oslo, se buscó una mirada diferente a un repertorio muy conocido. Indudablemente la versión que firmaba David McVicar no es de la que dejan indiferente a nadie y generan, antes que nada, polémica. El director de escena escocés -uno de los más interesantes de nuestros días- le da la vuelta al oropel egipcíaco que habitualmente envuelve el título verdiano. Va a las entrañas para mostrar el hedor que anida detrás del poder, las alcantarillas y la zafiedad que están detrás de la guerra. Para ello construye un pastiche de sesgo orientalista -aunque no todo el desarrollo dramatúrgico tiene ese trazo- y exhibe un constante recreo en un sadismo incruento que se convierte en el motor de la acción. Dentro de una estética premeditadamente feista y un vestuario de resonancias cinematográficas mueve a unos personajes al límite que provocan el desconcierto. En el reparto merece destacarse el valiente y aguerrido Radamés de Jorge de León -un tenor en condiciones, de los que no abundan- o el magnífico debut de Daniela Barcellona como Amneris. En contraste, a la Aida de Indra Thomas dejó ver una interpretación irregular. En definitiva, nuevos enfoques, unas veces con mayor acierto que otras, imprescindibles para aportar sobre los títulos tradicionales. Intentar extraer lecturas complementarias sobre las obras más conocidas es siempre enriquecedor. Permite al espectador un abanico de opciones y es una forma de repensar el mensaje de una ópera determinada desde otros enfoques.