Quizá no ingrese en el parnaso de los mejores títulos que hoy se apellidan con el Premio Herralde, porque el listón está alto y por sus propias limitaciones, pero Tres ataúdes blancos, la novela del colombiano Antonio Ungar (Bogotá, 1974), no dejará indiferente y desde luego iguala lo mejor que encontramos en el escaparate de las novedades en curso en lengua española. Por lo pronto, podría ser un relato más de la violencia de estado en Latinoamérica, de prosa ágil y recursos limitados a la llana descripción del horror y del cinismo de la clase política -todos nosotros- ante los crímenes contra la humanidad y las componendas del poder, cinismo si cabe tan terrible como el propio horror; pero lo mejor de la lectura está por llegar de forma más sutil, por penetración epidérmica, no ya en el estilo sino en el tono, que tal vez sea el hallazgo, el tema, la historia y la conclusión verdaderos de esta novela.

Ese tono menos mordaz que tranquilo, con ribetes de otro cinismo ahora rebajado por el humor y la inocencia. Esa forma de contar lo imposible con tal cara de palo que, haciendo fácil el símil, recuerda al realismo mágico de García Márquez, sólo que su temple para exponer lo inverosímil cambia ahora de objeto, de la magia a la barbarie. La fórmula ya ha sido ensayada por la colombiana Laura Restrepo, pero en sus novelas hay siempre una distancia, un gesto inequívoco de que aquello no merece contarse así, sino desde el escándalo. Lo que descubrimos aquí es algo parecido al funesto humorismo y las piruetas de Rocambole con que Osvaldo Soriano descubría las purgas políticas y humanas del peronismo argentino en No habrá más penas ni olvido (1978). Todo se resume ahora en la escueta oración inicial: «Una cosa llevó a la otra» (pág. 11), una línea y aparte; arranque irónico y memorable para lo que vamos a leer, la sucesión de chapuceras carnicerías sin más lógica que la cruel improvisación.

La historia nos traslada a una hipotética república americana, Miranda, de perfiles análogos a Colombia: algo, por cierto, que la novela aclara en la última parte, sin necesidad. El presidente Tomás del Pito ha creado la dictadura perfecta a través del sufragio cooptado por la violencia o el clientelismo. Su único opositor independiente, Pedro Akira, del Movimiento Amarillo, acaba además de ser asesinado. La Historia con mayúscula ingresa en la vida anodina del protagonista, Lorenzo, por su parecido físico con Akira. El Movimiento Amarillo lo solicita para reemplazar al líder, de quien se hará creer que sólo había resultado malherido en el atentado. Desde el inicio, la novela nos interpela con malicia: ¿estamos de verdad dispuestos a entrar en la Historia? ¿Queremos o estamos preparados para saber? ¿Qué haríamos cada uno «si yo fuera presidente?»? La retahíla de traiciones, mentiras, asesinatos y los fríos cálculos políticos con el peso de la sangre humana hacen que el protagonista se replantee el laberinto donde se ha metido. Más aún cuando el miedo asome tras el amor, y el riesgo de su pérdida, en la figura de la enfermera Ada Neira, que vigila su fingida convalecencia tras el atentado.

La novela es trepidante, a veces sin dejar tiempo a que el lector se plantee la franca inverosimilitud, no siempre intencionada, de algunas situaciones. Se lee en una sentada, o se oye, en el estilo oral de una historia que se dirige constantemente «al que esto escucha». Le sobra algún dato y alguna vuelta de tuerca argumental que sólo está para aclarar las cosas a los lectores, en el plano de la acción como en el moral, tal vez anticipándose a la estupefacción por el tono casual con que se cuentan ciertas cosas, y que no es sino el verdadero protagonista: la salmodia que canta los funerales de los tres auténticos inocentes de la novela. Así, se nos va descubriendo que los tres ataúdes blancos corresponden, por este orden, a la inocencia, el espanto y el miedo. Y es en este último «muerto» donde está el punto de fuga de la novela hacia la esperanza; en la decisión de Ada de regresar de su exilio de «cuento infantil» (pág. 270) en la apacible Alemania y enfrentar la realidad. Al final queda la impresión de una buena novela, si bien el mejor regalo puede ser un autor que no conocíamos y que habrá que seguir.