Frente a la resignación pastueña de España, el mundo de la cultura italiana está en pie de guerra. Tras varios años de recortes salvajes del Gobierno de Berlusconi al ámbito cultural todos los sectores han estallado en una protesta colectiva que ha provocado la intervención del presidente de la República, Giorgio Napolitano, alarmado ante el colapso que los recortes pueden provocar en el país.

El derrumbe hace unas semanas de la Casa de los Gladiadores de Pompeya es algo más que un símbolo. Se ha convertido en una especie de espoleta que ha unido al país en la defensa de uno de los grandes baluartes de Italia, la cultura.

Los ataques de los gobiernos del propietario de la chispeante Villa Certosa en Cerdeña vienen de lejos. El ministro Bondi ha sido especialmente agresivo con los teatros de ópera, uno de los buques insignia italianos en el contexto internacional. Existe en Italia un problema de fondo con plantillas hipertrofiadas y funcionariales en los teatros que habían llevado las temporadas a una situación difícil. Pero en vez de atajar esto desde la racionalidad, la solución ha sido meter la tijera de manera salvaje, sin discriminar. Los resultados han sido terribles: una disminución brutal de los espectáculos y, en consecuencia, de los ingresos económicos asociados a los mismos. En las ciudades de tipo medio -similares a Oviedo- el efecto ha sido catastrófico. De hecho, teatros como el Carlo Felice de Génova están abocados al cierre. El teatro, en funcionamiento desde 1828 y con más de doscientos mil visitantes cada año, se para por la restricción de las subvenciones públicas, en ningún momento por la falta de demanda.

Ante semejante caos, cines, teatros y museos convocaron una jornada de huelga, y sólo se actuó ese día, precisamente, en el Carlo Felice, en el que se realizó un concierto dirigido por Zubin Mehta, que pronunció un impresionante discurso que debería hacer sonrojar a la irresponsable clase política. Además, en Italia se está observando con lupa cómo otros países, ante la crisis, mantienen las ayudas de la cultura porque es un sector que crea empleos de manera continua y estable y que está sujeto a una gran debilidad. Francia es un ejemplo en este sentido. Para el intendente de la Scala de Milán, Stéphane Lissner, «dejar la cultura en manos privadas es equiparable a privatizar por completo los hospitales». Para Lissner la cultura es «como la ciencia, la salud o la educación, un servicio que proporciona el Estado» a los ciudadanos. Si se deja el mundo de la cultura exclusivamente en manos privadas es evidente que se producirá un empobrecimiento de la oferta, atendiendo únicamente a aquellas parcelas más rentables y llevando a determinados subproductos que a veces se ven por algunos teatros. Y siguiendo con las declaraciones que Lissner efectuó a la prensa italiana: «Un país necesita artistas que planteen cuestiones, de lo contrario terminaremos en un Disneyland: diversión y punto». Ésta es la clave, el Estado tiene una responsabilidad en el mundo de la cultura, del mismo modo que en la educación y tantos otros.

Existe un legado que se debe preservar y mantener con rigor y los políticos no pueden escabullirse de esta responsabilidad. Sería terrible que, por la merma de los recursos, se truncase la posibilidad de acceso a las nuevas generaciones de algunas de las grandes creaciones artísticas de la humanidad. El patrimonio cultural es un bien común que hay que preservar con garantías. El ejemplo italiano y el español no son precisamente modelos a seguir frente a la claridad de ideas en este sentido de países como Francia o Alemania, que sí apuestan por mantener su vida cultural con el vigor adecuado.