Es una novela histórica, un folletín en forma de diario, una novela policiaca y de espías, una colección de recetas culinarias (página 67 y muchas más), un relato psicológico sobre la doble (o triple o múltiple) personalidad, una colección de los disparates más demenciales que se dijeron y tuvieron por verdad en el siglo XIX, una narración de aventuras (en sus capítulos sobre la revolución de Garibaldi), un ejercicio de estilo sobre las voces de quien cuenta una historia (o, si ustedes prefieren, de narratología), un manual del perfecto conspirador, una galería de estampas y grabados. Es una novela de difícil lectura para el no iniciado, prolija y excesiva y repetitiva en ocasiones, casi un ensayo sobre el antisemistismo y la antimasonería, un discurso muy centrado en el qué y poco el cómo. No creo, es mi opinión, que alcance la popularidad y las arrasadoras ventas de El nombre de la rosa, hace treinta años, la ficción que llevó al sabio profesor piamontés Umberto Eco a combinar sus eruditas y deslumbrantes investigaciones académicas con una veta narrativa que siguió explotando con El péndulo de Foucault (que tanto tiene que ver con la obra que hoy comento), La isla del día antes, Baudolino y La misteriosa llama de la reina Loana, grandes ejercicios de fabulación sobre bases fuertemente históricas, filosóficas, semiológicas y hasta de cultura popular, un modo de desahogar todo lo que sabe Eco, que es muchísimo y es un muy atractivo raro saber.

Simone Simonini se llama el protagonista de El cementerio de Praga. Aparte de que sus iniciales son «SS» y mucho tiene que ver el tipo con «la solución final» de Hitler aplicada a los judíos, conviene recordar que «simonía» es una especie de compraventa de cosas espirituales o temporales pero inseparablemente anejas a las espirituales. Compraventa y falsificación de documentos, por ejemplo, que sirven para propagar cierto organizado caos en beneficio del mejor postor, sea éste la Rusia zarista, Prusia o la policía secreta francesa. Simonini aprende enseguida que es un negocio fructífero el falsificar documentos, el crear documentos falsamente auténticos a partir de unos cuantos que anden por ahí. Como todo el poder siempre teme «algún complot de algún enemigo oculto» (pág. 110), sea de los judíos, los masones, los jesuitas, los carbonarios o los mazzinianos, los Iluminados bávaros? qué mejor que fabricar documentos con tinta y papel adecuados, con toda la apariencia de auténticos por el mucho arte de Simonini, donde se cuenten las maldades abrumadoras que preparan en secreto las asociaciones que tratan de derribar el orden establecido. Plagia el protagonista de aquí y de allá, compone el nuevo texto a base de cortar y pegar, lo vende a quien le interese propagarlo y cuenta redonda. Así pues, el héroe de la novela es un grandísimo sinvergüenza sin escrúpulos, oficiante de la impostura, temeroso de tener un doble o que un doble lo tenga a él (el abate Dalla Piccola), soplón, chivato, espía que sabe muy bien el modo de controlar a los subversivos (230), conspirador, falsario, traidor a sus presuntos amigos, misántropo y, en especial, misógino (léanse las advertencias del padre Pertuso sobre el asco de que debe producir el cuerpo de una mujer, «esa gracia femenina no es sino sebo, sangre, humores, hiel? un saco de excrementos», 106), antisemita completo, antirrevolucionario, fiel solamente al odio que destila, impotente sexual y, al final de la novela, terrorista. Tan desdoblado, consumido, mentiroso, tan lleno de máscaras que ya no sabría distinguir cuál es su rostro auténtico, si aún lo mantuviese, como contaba Pessoa.

De semejante elemento, tan villano de una pieza que cuesta creérselo, se sirve Eco para hacernos pasar por todos los acontecimientos históricos relevantes del XIX, haciéndolo acompañar de personajes reales como Alejandro Dumas, Dreyfus, el citado Garibaldi, Nievo, León XIII, un médico austriaco llamado (y escrito) Froïd, o monumentales amantes de las teorías conspirativas (de los que, en definitiva, el mismo Simonini está compuesto) como Joly, Drumont, Goedsche o Léo Taxil. Por fin, remate de todos los remates, Eco lo convierte en el muñidor de Los protocolos de los sabios de Sion, es decir, de las supuestas actas de las presuntas reuniones que los máximos rabinos celebraron en el cementerio de Praga para urdir sus planes de apoderarse del mundo.

No falta humor en la novela. Un personaje mete miedo a los clérigos con los masones: «Mataban niños, imagínense arzobispos». Un médico describe los síntomas de un paciente: «parálisis, anestesias, contracturas, espasmos musculares, hiperestesias, mutismo, irritaciones cutáneas, hemorragias, tos, vómito, ataques epilépticos, catatonia, sonambulismo, baile de san Vito, malformaciones del lenguaje? a veces se creía un perro o una locomotora de vapor? alucionaciones persecutorias, restricción del campo visivo, alucionaciones gustativas, olfativas y visuales, congestión pulmonar pseudotuberculosa, cefaleas, dolores de estómago, estreñimiento, anorexia, bulimia y letargia, cleptomanía?» Y el colega galeno que lo acompaña lo resume de esta hilarante manera: «En fin, un cuadro normal». Pero no veo que sirva el humor para aligerar una novela en la que creo que Eco, acaso con el fin de repudiar tanta fantasiosa teoría conspirativa como hoy circula por ahí, acumula toneladas de información, datos, fechas, que sepultan al lector que no guste de estos asuntos en una mina de curiosidades tan sugerentes como agotadoras de leer. Novela, pues, para eruditos, curiosos, amantes del humor negro muy culto, bibliófilos y, también, para un público que sabrá saltarse los puntos anteriores para dejarse llevar por la acción, la vida y falsedades del canalla Simonini? quien quizá aún esté entre nosotros.