Daniel P. O'Connell dirigió la «máquina demócrata» de Albany, la segunda de las trece colonias y la cuarta ciudad más antigua de Estados Unidos, desde 1919 hasta su muerte en 1977. Ese mecanismo infame de control, capaz de combinar los negocios, la política y la extorsión, permitió, por ejemplo, que Erastus Corning II, nieto del empresario del mismo nombre fundador del New York Central Railroad, se revelase como una figura singular en Estados Unidos al ser alcalde durante más de 40 años y que muriese en 1983 en su despacho sin el ánimo de abandonar la poltrona. Los demócratas, que mantienen su feudo de Albany -el actual jerarca ocupa desde hace dieciséis años el cargo- llegaron al poder en 1921 tras la estela de corrupción de los republicanos durante más de dos décadas.

La política de «la máquina» surgió, en buena medida, como respuesta a la amenaza que para el orden establecido suponía la entrada en la escena histórica de la clase obrera. Las huelgas de masas en el último tercio del siglo XIX y el crecimiento de los sindicatos, en manos de socialistas y de la izquierda en general, obligó a los dos grandes partidos de la burguesía a diseñar estrategias con el fin de torpedear cualquier conato de lucha independiente por parte de los trabajadores. Uno de los objetivos del aparato demócrata de aquellos años fue sofocar las tensiones laborales al mismo tiempo que forjaba la nueva élite gobernante local, de la que todos dependían, lo que en la actualidad se conoce como clientelismo político.

En la novela de William Kennedy (1928) Roscoe, negocios de amor y guerra, el trasunto de O'Connell es Patsy McCall. El abogado Roscoe Conway y su íntimo amigo, el magnate del acero Elisha Fitzgibbon, comparten el poder con el jefe del aparato. Roscoe, político de la vieja escuela, decide retirarse el día en que se celebra la victoria sobre Japón después de haber regido durante medio siglo y de manera poco escrupulosa el partido del asno en la capital del Estado de Nueva York. Apóstol de la corrupción, cree que el fraude es necesario para la existencia humana. Su padre, el legendario alcalde Felix Conway, le dijo una vez en el hall del hotel Ten Eiyck que estaban equivocados quienes veían inmoral contabilizar los votos demócratas de los muertos. «Sólo por el hecho de que hayan muerto no significa que sean republicanos», aclaró. Sus palabras no cayeron en saco roto.

Al igual que sucede en otras novelas de Kennedy, Roscoe está rodeado de muertos y comulga con ellos. Es un hombre de su tiempo, de apetitos venales, capaz de solucionar cualquier problema, cuyos amigos lo comparan con Falstaff. Un delincuente simpático. Al mismo tiempo, es un nostálgico del pasado en un submundo de fantasmas, sobornos, asesinatos y traiciones. Al final, descubre un secreto y se sacrifica por amor. Roscoe probablemente sea la mejor novela de Kennedy, que obtuvo el «Pulitzer» con Tallo de hierro, después de haberlo intentado con sus historias de Albany, la ciudad que siempre está presente en su literatura cíclica.

Si hay alguien capacitado en la narrativa norteamericana para escribir sobre los rufianes irlandeses que hicieron sus negocios en torno a la política en los años que siguieron a la Depresión es Kennedy, periodista y conocedor de los entresijos del poder local y de las mafias sustentadas por las maquinarias de los partidos. Las ratas se le dan bien; suyo es el mejor perfil que he leído del gánster Legs Diamond (Legs, 1983). En La jugada maestra de Billy Phelan, cuya nueva traducción anuncia Libros del Asteroide, asoma por primera el mundo de corrupción política que trae los recuerdos de Roscoe Conway. Los guiños de anteriores novelas, que rápidamente descubrirán los lectores de Kennedy, están presentes en Roscoe, negocios de amor y guerra, relato plagado de personajes, algunos ya conocidos, que el autor conduce con solvencia en su retablo de amor, muerte y política.

La de Kennedy es una historia completa sobre malvados que se redimen ante el lector. Roscoe cree en la bondad del viento maligno que infla las velas de Albany, nutre a sus bebés, da una finalidad a los muertos y endereza a los descarriados. Cuando le preguntan por qué habría que hacerle caso, responde que de la misma manera que es incapaz de decir la verdad también lo es de mentir. Ahí radica, según él, la fórmula secreta del éxito político.