España ha desarrollado una concepción crítica sobre sí misma extremadamente autoflagelante, como seguramente muy pocos países en el mundo. Tiene que ver, según creo, con un dispositivo de larga duración que arranca desde finales del siglo XVI o, si se quiere, desde principios del siglo XVII. El Quijote, es decir, la autocrítica que en esta obra Cervantes quiere plantear, viene a servirnos como el primer gran aldabonazo del anuncio del proceso de decadencia de un imperio que había invertido el siglo anterior en su despliegue y esplendor. Sobre este dispositivo de prolongada decadencia van a trazarse las relaciones internacionales durante tres siglos -XVII, XVIII y XIX- y en ellos se fraguará el aprendizaje de esa autocrítica lesiva de la cultura española hacia sí misma. Desde entonces hemos caído en desastrosas políticas a menudo (Carlos II, Carlos IV, Fernando VII, etcétera), nos hemos acostumbrado con reiteración a una mediocre moral pública (caciquismo, excesivo peso político-moral de la religión, etcétera), pero hemos aportado también gestos colectivos heroicos (Guerra de la Independencia, por ejemplo) y hemos hecho florecer múltiples artistas, creadores, escritores y sujetos de especial talante que pueden presentarse como un orgullo de la especie humana.

Fruto del masoquismo cultural autoflagelante español hemos dudado nosotros mismos sobre si habíamos tenido Ilustración o no, comparándonos con las grandes potencias culturales europeas del momento. Y hemos quedado enredados en el sofisma de no reconocer la calidad que teníamos a causa de la cantidad que comparativamente no alcanzábamos. Cantidad que crecía correlativa al esplendor económico, pero que muy poco podía afectar a una calidad que dependía fundamentalmente de un humus cultural aposentado durante largos siglos, o sea de esa dignidad que un pueblo consigue conservar, o para decirlo con más exactitud, de unos valores sociales que consiguen ponerse a salvo y transmitirse con éxito en algunos individuos o grupos.

¡Vaya si hubo verdadero pensamiento ilustrado en España! Quien todavía albergue dudas inerciales, inconscientes o ancestrales que pruebe a despejarlas extrayendo el pensamiento original que puede leerse en los dos recientes tomos publicados por KRK, del autor de la «Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias», y del resto de escritos pedagógicos desplegados en las más de mil páginas de ambos volúmenes.

La impresión de un pensamiento original no se extrae de comprobar aportaciones estrafalarias o planteamientos descabellados y atrevidos sino de percatarse del aire de familia que un pensamiento tiene con su época cuando, a la vez, se comprueba que todo lo que allí es consonante con otras formulaciones similares se dice con estilo propio, con timbre único y bajo un modelo exclusivo.

En nuestro ilustrado liberal español encontramos la convicción de un Locke sobre la importancia de la educación; la defensa de una nueva sensibilidad educadora afín a Rousseau; la necesidad de renovadas instituciones escolares en la línea de la «escuela libre» alemana de los Basedow, Trapp, Campe, Salzmann y Bahrdt; el propósito de un nuevo modelo de educar en línea con Pestalozzi; la importancia concedida a los sentidos (al lado de las funciones abstractas) paralela a las tesis de Condillac; la convicción de que la instrucción ha de ser interdisciplinar, con componentes científicos y humanísticos a la vez, heredera de una corriente humanística que en España va de Vives a Feijoo y Mayáns; el propósito de establecer la educación como un factor imprescindible en el desarrollo económico, en connivencia con Rubín de Celis y Campomanes; la exigencia de una educación religiosa que enlace con el trasfondo estético del ser humano más que con la dogmática ultramontana, en connivencia con los movimientos renovadores religiosos europeos (jansenismo español); la idea de que la instrucción es el pasadizo indispensable para el deseado progreso material y moral de la humanidad, principio compartido por los que como Condorcet se precian de ser novatores e ilustrados; la idea de que las luces y la crítica racional son medicinas indispensables en la cura de las supersticiones y de las mentalidades mágicas, como quieren Voltaire, Feijoo y Cadalso; la necesidad de proponerse cambiar los modelos idealizados de desarrollo por otros más pragmáticos, en la línea de Adam Smith; y la convicción de que ya basta del rancio espíritu de la circular discusión escolástica porque ahora es preciso que en el discurso intervenga el espíritu geométrico (criterio modernizador indispensable de raigambre cartesiana) totalmente comprometido con el espíritu experimental (porque el nuevo racionalismo ilustrado ya no rehúye el empirismo).

A nuestro pensador español, del que estamos a punto después de dos siglos de tener su obra completa en edición crítica, no sólo le preocuparon de la educación y de la instrucción sus componentes psicológicos, o epistemológicos, o institucionales, o programáticos (planes de estudio y libros de texto), o formativos y profesionales (marineros y mineros), o económicos, o político-morales (libertad de pensamiento) o liberadores (educación universal y educación de las mujeres), o de modelo civilizador (fraternidad de la humanidad) o de fuente a la vez de la felicidad individual y de la felicidad del Estado (prosperidad), sino que le preocupó todo ello en conjunto dentro de un sistema de ideas que ahora estamos en buena disposición de valorar debidamente.

Enhorabuena al IFES, al Ayuntamiento de Gijón (que además de levantar las calles como un trágico Sísifo urbanita, provee fielmente fondos para esta publicación) y a Olegario Negrín Fajardo, por el complejo trabajo de clasificación que ha sacado a flote con coherencia y por el extenso estudio introductorio, donde aclara y presenta muy bien los contenidos que estos escritos albergan.