El poeta y traductor Antonio Rivero Taravillo (1963) se ha ganado el cielo al acometer por primera vez, y con éxito, la titánica tarea de verter al español toda la poesía de William Butler Yeats (1865-1939). Un esfuerzo tan colosal debería hacer al melillense acreedor del Premio Nacional de Traducción; sin embargo, como no hay vicio más extendido entre los críticos que la cicatería, es de esperar que su trabajo siga siendo recompensado, como ya lo ha sido, con los habituales epítetos elogiosos y las pegas de costumbre. Unos y otros pueden ser suficientes (o, al menos, tolerables) cuando se juzga el trasvase de un único poemario, pero no cuando, como es el caso, la valoración debe hacerse extensible a una obra tan compleja, cambiante y, pese a todo, coherente como la del premio Nobel de 1923. Hay que cambiar con el poeta, siéndole fiel en aquello que permanece intacto con el paso de los años y la evolución de las formas, y se corre el riesgo de hacer diana en unos libros y errar el tiro por completo en otros. Sobre todo, en un autor como Yeats, cuya producción antes de 1914 y después de esa fecha presenta diferencias tan notables. De hecho, en una primera lectura, parece que Rivero sale triunfante del periodo prebélico del irlandés, pero malherido del de entreguerras. Lo que motiva esa impresión es el cambio radical que se opera en la escritura yeatsiana a la altura de Responsabilidades, una metamorfosis que, lógicamente, también tiene consecuencias para el traductor.

En ese libro, de tan significativo título, Yeats abandona el simbolismo de sus primeros poemarios y fija su atención en el presente; la voz se adensa y se endurece, y lo que era merodeo se convierte en un ataque feroz y lingüísticamente menos artificioso. En una palabra, se moderniza y se arriesga, lo que no es desdeñable, dada su condición de poeta consagrado. Es sabido que en esa búsqueda le guió Ezra Pound, que fue su secretario desde 1913 hasta 1916. El norteamericano seguramente intervino para que el irlandés trocara la ensoñación por el epigrama, pero no logró que renunciara a la disciplina métrica ni a la rima, aunque es un hecho que después de conocer a Pound se tomó más libertades con una y otra. Más libertades, eso sí, siempre que la sustitución del artificio prosódico por el registro oral casara con la cuenta de los dedos, porque el verso libre le provocaba sarpullidos. Es esta segunda etapa de su trayectoria la que le ha valido a Yeats el lugar prominente que ocupa en la poesía en lengua inglesa del siglo XX, con libros como Los cisnes salvajes de Coole (1919), Michael Robartes y la bailarina (1921), La torre (1928) o La escalera de caracol y otros poemas (1933).

Rivero traduce estos libros y los de la primera etapa, de métrica más compacta, con idéntico esmero y resultados igual de satisfactorios; lo que ocurre es que estos últimos se avienen mejor que los otros al oído español, más preparado para captar, por ejemplo, la sonoridad suave y melancólica del primer Machado que la dureza del Cernuda del exilio. Son poemas que ya cuentan, por así decir, con su recipiente en la lengua de llegada. Pero no sucede lo mismo con los otros, aunque resulta fácil sentir la presencia del autor de Las nubes en algunas de estas versiones. Primero, porque es innegable que la obra de madurez de Yeats dejó impresa su huella en la del sevillano, que trata los embates de la vejez con la misma amargura que el irlandés y su misma voz sentenciosa, y además toma prestada de él la estructura dialógica en algunos poemas; así, «Noche del hombre y su demonio», perteneciente a Como quien espera el alba, tan concomitante con «Diálogo entre el ego y el alma», incluido en «La escalera de caracol». Por otro lado, la influencia de Cernuda es palpable en la poesía de Rivero, que en 2008 publicó una biografía del poeta español. ¿A qué nos lleva todo esto? A decir, aun a riesgo de ser simplistas, que es a través de Cernuda como mejor podemos leer las versiones que Rivero nos ofrece de la segunda etapa de Yeats, a quien el primero consideraba, además de un gran poeta, un «guía para otros».

Sin embargo, como toda elección tiene sus consecuencias, contar con Cernuda significa también convocar a sus detractores; especialmente, a aquellos que siguen detectando en su obra el lastre de la prosa versificada o el inicuo aroma de la traducción. Es posible (y hasta probable) que en las 800 páginas de que consta esta Poesía reunida se haya deslizado más de un pasaje que peque de una cosa, de la otra, o de las dos; pero quien se zambulla de verdad en ellas verá su esfuerzo recompensado y comprobará que la competencia de Rivero como traductor no es de las que abundan. Valgan como ejemplo, entre otras muchas, las versiones que el melillense propone de los poemas «El segundo advenimiento» y «Bizancio», en los que, como en el resto, no reproduce la rima, pero sí la entonación de bardo que Yeats solía dar a sus versos cuando los leía en público. Con ese recurso y con el cuidadoso trasvase de los diversos metros que el poeta empleaba, Rivero logra preservar la musicalidad de los originales, entendiendo, como debe hacerlo también el lector, que la música del irlandés, con rima y todo, es dura, cortante y seca, y que el trabajo de quien traduce no es suavizarla con consonancias ramplonas, ni con las ligeras asonancias que sí son bien recibidas en los poemas de la primera etapa; sobre todo, en las baladas y las canciones.

El único reproche que cabe hacerle al traductor es el uso de algunos vocablos que ya no están en las coordenadas del español oral ni del escrito; palabras o expresiones que, como «magín», «en rededor» o «luengas», podrían haber hallado su sitio en una versión que hubiese sido acometida décadas atrás, pero no en esta, que, todo lo contrario, se quiere moderna y pretende traer a Yeats a nuestro presente. Al fin y al cabo, el inglés del original es el que es, y sólo gracias a la traducción es posible dar nueva vida a aquellos aspectos que en la lengua de partida han quedado más trasnochados. Por eso es muy de agradecer que Rivero haya puesto el acento en la frescura que aún emana de poemas tan célebres como «La isla en el lago de Innisfree», del que John Ford extrajo el nombre del pueblo de El hombre tranquilo, o «Cuando seas vieja», en vez de contribuir a su atrofia haciendo que prevalezca su lado más formalista.