Un testimonio de muerte convertido en canto a la vida, por contradictorio que pueda parecer en un primer momento. Una mujer que se enfrenta al diagnóstico de una enfermedad grave, neurológica, degenerativa, y que transforma dicha experiencia en un proceso de crecimiento personal, de sabiduría que comparte con su entorno, y ahora con el lector. Un testimonio que incluso en sus momentos de mayor crudeza muestra la ironía o el sarcasmo como herramienta afilada para defenderse de la enfermedad. Una mujer valiente, una luchadora. Fácil, extremadamente sencillo arrojarse a las fauces de la desesperación y la impotencia, y difícil, mucho, afrontar una realidad como ésta desde el coraje y más incluso la serenidad que vemos reflejada aquí.

A través del personaje del que solo conocemos sus iniciales Z, Cesarina Vighy nos relata su experiencia, desde el momento en que comienzan los primeros síntomas de alarma hasta el momento en que la enfermedad se apodera por completo de ella, al menos del cuerpo, no así del alma ni de la excepcional lucidez que mantiene. Toda una vida de recuerdos precede a la mujer que ahora lucha por permanecer en pie y a modo de bastón los utiliza para apoyarse en ellos contra esa realidad que de forma inexorable va mermando no sólo sus capacidades físicas sino también la mirada ya menos ingenua, más escéptica. Ese bagaje de peso indefinido que provoca el dolor.

Mujer de ideas firmes: «Hija de un amable agnóstico que aseguraba carecer del órgano productor de la fe, mujer de un ateo rabioso al que le gustaría vérselas con Dios para darle una paliza, Z. se parece más a su padre». Amante de los gatos que «sin saber escribir ni leer han entendido este libro», gatos de amor incondicional: «Que me quieren más desde que estoy enferma. Pero, a diferencia de los humanos, no 'a pesar' de que esté enferma, sino porque estoy enferma». Lúcida: «Cuanto más se crece, menos se entiende: sólo destellos en la oscuridad, jirones de realidad, retazos de verdad arrancados con los dientes». Una mujer que nos recuerda constantemente las claves de esa paz ansiada: «Goethe escribe que quien no sabe asombrarse del cambio de las estaciones es un hombre acabado».

El humor es una de las claves de esta novela, cuyo peso alivia en cierto modo y llama nuestra atención sobre esta realidad tan dura, cruel: «Si Dios existe, confío en que en ese momento estuviese mirando hacia otro lado». Nos desvela los milagros de los médicos cuya fama oscila entre «la de mago y la de investigador» y narra dicho periplo vital -agonía, no olvidemos- con un humor envidiable: «Entonces me di cuenta de que en su consulta había un fuerte olor a azufre». Casualidad o vinculación demoníaca. Nos recuerda lo más importante, que «todos los enfermos se vuelven niños» puesto que sus cuerpos se convierten «en los objetos indefensos que han sido siempre».

Por último, nos ofrece un especial decálogo, consejos que todos deberíamos tener muy presentes. Instinto: «Seguid vuestro instinto. Nadie os conoce mejor que vosotros». Curiosidad: «La curiosidad es el motor de la inteligencia, es una robusta muleta para sostenerse, es la puerta abierta hacia la vida». Sentido del humor. Y recordad que tras ciertos golpes de la vida «se os quitarán las ganas de dar consejos». Por último: «Si no creéis en nada mejor: un pensamiento menos. Muchos observadores profesionales refieren que los ateos mueren mejor».

Sin duda, algo más que el testimonio de una mujer y un canto a la vida frente a las sombras, un lugar en el que hallar algo más que respuestas, puesto que al igual que en los cuentos «siempre encuentras en ellos algo que te incumbe».