¿Quién, delante del retrato antiguo de una familia desconocida, no se para un momento a preguntarse sobre las circunstancias o la suerte de quienes se dejan retratar, intentando que aquellas miradas serias, aquella posición erguida, digan lo que calla el tiempo? Es lo que le pasa a Julio, el capataz encargado de la demolición, en mayo de 2002, de la casería que llaman La Canga. En la única pared que queda en pie y que tirarán en unos minutos, alguien olvidó el retrato de boda de los antiguos dueños, que posan en un estudio, de pie, detrás de una mesa sobre la que descansa un sombrero panamá. Julio, tentado por un momento de llevar para casa ese retrato, termina tirándolo para el montón de escombro al tiempo que les desea «buena suerte» a la pareja y manda seguir con el derribo.

También a Xuan Xosé Sánchez Vicente (Xixón, 1949) se le queda esa fotografía de Laureano y Lola en la memoria, sirviéndole para componer el título del libro. A lo largo de la novela se dedica a contar la suerte, buena y mala, de los habitantes de esa casería que es La Canga, desde que la habita Laureano, emigrante en Cuba en su juventud, que se casa con Lola pocos años antes de que se proclame la II República, hasta que las máquinas del progreso se encarguen de la casa. En las menos de doscientas cincuenta páginas que ocupa la novela, Sánchez Vicente consigue hacer un dibujo esencial de esas personas, no sólo de sus peripecias vitales, sino también un retrato interior, a través del cual llegamos a conocer sus miedos y frustraciones, su alegría y sus inquietudes.

Al mismo tiempo podemos ir dándonos cuenta de cómo evoluciona la sociedad asturiana a lo largo del siglo XX. Sánchez Vicente, sin detenerse demasiado en ningún caso, pasea la mirada por las razones que llevan a Laureano a emigrar a Cuba, no estrictemente económicas. Nos da cuenta más tarde de cómo se enamora y de cómo corteja a Lola. De cómo Laureano se mete discretamente en política en la época republicana, de cómo lo pasean los franquistas y muere una madrugada de febrero de 1938 bajo la asustada y escondida mirada de Eusebio, el portador de los secretos de aquellos alrededores. A partir de ese momento, es la soledad quien se instala en el alma de Lola, la viuda, y de qué manera no comparte esa soledad con nadie, ni con su propia familia, ni con los vecinos. La novela es entonces una suma de soledades. En soledad vive el cura, Severino, un personaje entrañable entregado a su oficio y a ayudar a los demás con vocación. También los hijos y las hijas de Lola y del difunto Laureano crecen como extraños en la casa familiar y marchan a vivir su soledades por el mundo nada más que pueden. En soledad vive Aurelio, el vecino de La Canga, tan pronto como muere Carmen, su mujer. Y en soledad vive y muere Eusebio, al que llaman Trapes, que afronta la muerte a sus noventa y muchos años con la misma dignidad y las mismas palabras con las que vio morir a Laureano casi setenta años atrás. Y en los mismos parajes de la montaña.

Muy bien estructurada, escrita en un español impecable, Retrato de desposados con panamá a su frente es una obra por la que se avanza sin más tropiezos que esas cinco o seis palabras de de las que gusta Sánchez Vicente, precisas y poco comunes («pared supérstite», por ejemplo), que contrastan con el exquisito cuidado narrativo del autor. Destaca también la ambientación histórica, de qué modo Sánchez Vicente consigue, en unas pocas páginas, nada más que con unas pinceladas, ponernos en situación: igual da que sea la política republicana, la represión franquista o la transición. En la novela se relata con cierto detenimiento un hecho seguramente fundamental para la historia económica y social de Asturias que, sin embargo, es la primera vez que lo veo formando parte de una obra de ficción: la constitución de la Central Lechera Asturiana. Lola, la viuda, participa como socia activa en esa cooperativa. Poco tiene que ver esa mujer madura que lleva las riendas de la casería y gana concursos de ganado en las ferias asturianas, con aquella joven que fue y que se dejaba cortejar por el indiano a finales de los años veinte.

Más allá de esas soledades de las que hablábamos, o de los logros personales y sociales, hay mucho amor en la novela, pero también bastante desaliento: desconsuela ir comprobando que los afanes de uno, aquello por lo que se ha bregado a lo largo de una vida entera (el sueño de que La Canga siguiera siendo una casería abierta y moderna), no son los mismos que los de sus descendientes, que tienen prisa por deshacerse de la propiedad abandonada, porque para ellos no tiene ningún valor emocional. Que una vieja foto de boda, que ha presidido la sala de una casa decenas de años, termine en la escombrera ignorada por los hijos y nietos de quienes aparecen en ella, es seña de que el paso del tiempo no perdona. Que al nieto, profesor de física en la Universidad Carlos III, le moleste sentir una asturianada hasta hacérsele insoportable, aunque para su abuelo hubiera sido una canción emblemática, indica que los tiempos cambian sin remedio. Ya lo decía el gallego que formaba parte de la cuadrilla que asesinó a Laureano: «Es como todo, les das una oportunidad y la escarallan. Así le ha ido a este país hasta ahora, pero esto va a cambiar». Xuan Xosé Sánchez Vicente levanta acta de esos cambios en esta novela, con sencillez, sentimiento y mano maestra, contando la vida de una mujer entrañable y trazando las coordenadas de un mundo, La Canga, que ella mantuvo de pie para honrar la memoria de su marido muerto.